Natividad de San Juan Bautista

La liturgia nos invita a celebrar la Natividad de San Juan Bautista, el único santo cuyo nacimiento se conmemora, porque marcó el inicio del cumplimiento de las promesas divinas: Juan es el “profeta”, identificado con Elías, que estaba destinado a preceder inmediatamente al Mesías a fin de preparar al pueblo de Israel para su venida (cf.  Mt 11, 14; 17, 10-13). Su fiesta nos recuerda que toda nuestra vida está siempre “en relación con” Cristo y se realiza acogiéndolo a él, Palabra, Luz y Esposo, de quien somos voces, lámparas y amigos (cf. Jn 1, 1. 23; 1, 7-8; 3, 29). “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30): estas palabras del Bautista constituyen un programa para todo cristiano. (Benedicto XVI, Ángelus, 25 de Junio de 2006)

Cinco siglos habían pasado sin que naciera el profeta en Israel. ¿Por qué? Porque la venida de aquél que los profetas habían anunciado estaba cerca.

Los tiempos se cumplieron. Jacob había previsto que el Mesías vendría cuando el cetro o el poder soberano saliesen de Judá. El pueblo de Judá no tenía más el poder soberano: residía ahora en manos del edomita Herodes, que lo recibió de los romanos.

Los romanos eran verdaderos señores. Pasaron cuatro imperios de Daniel a Jesucristo. El cuarto imperio, el de los romanos, se extendía sobre todos los pueblos. Después de largas y sangrientas guerras, reinaba la paz, una paz universal.

Estaba por venir el Dios de la paz. Todos lo esperaban. No solamente los judíos, también los gentiles. En esta expectativa general, eran sobre todo los justos que redoblaban las oraciones y votos.

El Profeta Simeón

                         El Profeta Simeón

Había otro hombre en Jerusalén. Se llamaba Simeón. Justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel. El Espíritu Santo, que vivía en él, le hizo saber que no vería la muerte antes de ver a Jesús, el Cristo.

En la misma esperanza, una santa viuda, Ana la profetiza, no abandonaba el templo, donde ayunaba y rezaba día y noche.

El sacerdote Zacarías, ofreciendo incienso delante del santuario, vio un ángel, el ángel que le anunció que sería padre del Precursor, profeta que predecería inmediatamente al Señor.

Zacarías dijo al ángel:

– ¿Cómo conoceré esto? Porque soy viejo, y mi mujer está avanzada en edad.

Respondiendo el ángel, le dijo:

– Yo soy Gabriel, que asisto delante de Dios; fui enviado para hablar y dar esta buena nueva. He aquí que quedarás mudo, y no podrás hablar hasta el día en que estas cosas sucedan, puesto que no creíste en mis palabras que se han de cumplir a su tiempo.

Y el pueblo, saliendo Zacarías del templo, observó que había ocurrido una misteriosa aparición. Y la esperanza de conocer en breve al Mesías nació en todos los corazones.

La misteriosa aparición de Zacarías comenzó a revelarse. Es que nació un hijo de Isabel. ¿Quién era aquel niño? De él se contaban historias maravillosas. Una virgen de Nazareth fue a saludar a la madre. El saludo lo estremeció de alegría en las entrañas maternales. Y la madre, llena del Espíritu Santo, profetizó de la virgen de Nazareth cosas extraordinarias.

¿Quién era ese niño? ¿Qué nombre le darían? No tendría el nombre del padre, Zacarías, que quiere decir “a quien Dios recuerda”, sino Juan, o sea, lleno de gracia. Y después que al padre se le liberó la lengua, profetizó diciendo:

“Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque visitó y rescató a su pueblo; y suscitó una fuerza para salvarnos en la casa de su siervo David, conforme anunció por la boca de sus santos, de sus profetas, desde los tiempos antiguos; que nos libraría de nuestros enemigos, y de manos de todos los que nos odian; para ejercer su misericordia a favor de nuestros padres, y recordar su santa alianza, según el juramento que hizo a nuestro padre Abrahán, de concedernos que, libres de las manos de nuestros enemigos, lo sirvamos sin temor, caminando delante de él con santidad y justicia, durante todos los días de nuestras vidas”.

Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos; para dar a su pueblo el conocimiento de la salvación, para remisión de sus pecados, por las entrañas de la misericordia de nuestro Dios, gracias a que nos visitó de lo alto el Sol naciente. Para iluminar a los que se encuentran en las tinieblas y sombras de la muerte; para dirigir nuestros pasos en el camino de la paz”.

Ahora, el niño crecía y se fortificaba en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.

En ausencia de indicaciones exactas de parte de San Lucas, es difícil especificar la edad con que San Juan Bautista buscó el desierto. Es probable que, aunque joven, estaba el santo Precursor suficientemente apto para proveerse a si propio, lo que lleva a creer que contaba de diez a doce años. Los padres, naturalmente, ya habían fallecido.

¿Que vida llevaba San Juan en el desierto? Dice el Padre Buzy:

Es inútil demorarse en describir el tipo de vida del Precursor en el desierto…Es cierto que el precoz anacoreta vivió por cuenta de la divina Providencia.

Más adelante comenta:

Algunas hierbas en primavera, raíces, miel, frutas silvestres, fueron, en mayor o menor medida, las riquezas que poseía. Pero si el cuerpo era tratado con rigor, el alma se alimentaba abundantemente con los divinos festines de la oración y de la reflexión.

Y vino el ministerio de San Juan y el bautismo de Jesús.

En el año décimo quinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilatos gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y Felipe, su hermano, tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconite, y Lisanias tetrarca de Abilene, siendo pontífices Anás y Caifás, el Señor habló a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y él fue a la tierra del Jordán, predicando el bautismo de penitencia para la remisión de los pecados, como está escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías: Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Todo el valle será reconstruido, y todo monte y colina será arrasado, y los planes escabrosos; y todo hombre verá la salvación de Dios.

Decía Juan a las multitudes, que venían a ser bautizadas:

– Raza de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que os amenaza? Haced, por tanto, frutos dignos de penitencia, y no comencéis a decir: Tenemos a Abrahán por padre. Porque yo os digo que Dios es poderoso para suscitar de estas piedras hijos de Abrahán. Porque el hacha ya está puesta en la raíz de los árboles. Todo árbol que no de buen fruto, será cortado y lanzado al fuego.

Y las multitudes lo interrogaban diciendo:

– ¿Qué debemos hacer nosotros? Y les respondió diciendo:

– El que tiene dos túnicas, de una al que no tiene, y el que tiene que comer haga lo mismo.

Fueron también publícanos, para ser bautizados y le dijeron:

– Maestro, ¿qué debemos hacer? Y les respondió:

– No exijas nada más de lo que está establecido.

Lo interrogaron también los soldados, diciendo:

– ¿Y nosotros qué haremos? Y les dijo:

– No hagáis violencia a nadie, ni denunciéis falsamente, y contentaos con vuestro sueldo.

Estando el pueblo a la expectativa, y pensando todos en sus corazones que tal vez fuese el Cristo, Juan respondió diciendo a todos:

Yo, en verdad, bautizo con agua, pero vendrá uno más grande que yo, a quien yo no soy digno de desatar la correa de sus zapatos; él os bautizará en el Espíritu Santo y con fuego; tomará en su mano la pala y limpiará la trilla del suelo, y recogerá el trigo en su granero, pero la paja la quemará en un fuego inextinguible.

Y predicaba muchas otras cosas al pueblo, enseñándoles.

Y él, vestía con pieles de camello, y con un cinturón de cuero a la cintura; y su comida eran langostas y miel silvestre.

Y salió a Jerusalén, a la Judea y toda la región del Jordán, confesando sus pecados. Todos corrían a escucharlo, pero no todos buscaban el bautismo: Todo el pueblo que lo escuchó, incluso los publícanos, dieron gloria a Dios, haciéndose bautizar con el bautismo de Juan. Los fariseos, sin embargo, y los doctores de la ley frustraron el designio de Dios respecto de ellos, no se hicieron bautizar por él.

¿Y qué exigía San Juan Bautista a sus discípulos? Un arrepentimiento moral, una conversión interior, una pureza toda espiritual, de la cual el bautismo sería un signo.

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