BULLYING: BURLA, ACOSO, AGRESIÓN…

Una “epidemia” muy antigua entre los hombres, hoy ultra dimensionada por el uso de los medios electrónicos de comunicación

Fernando Gioia, EP. Heraldos del Evangelio.

En tiempos idos, mismo en los cuales aún no existía la televisión – no tan lejanos, pues esta irrumpió en los hogares a inicios de la década del 50 – ya los hombres, especialmente ellos pues casi no existía entre el género femenino, sufrían la burla en las escuelas, colegios, clubes, y otros momentos del convivio social. También la agresión de los que se consideraban, y no pocas veces lo eran, más fuertes físicamente. El acoso era menos acentuado. La colocación burlesca de motes sí era común.

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En nuestros días, este fenómeno está tomando una presencia alarmante, especialmente en escuelas y colegios, que son los lugares en que los niños y jóvenes pasan gran parte del día, ambiente hoy contaminado por el revolucionario mundo que vivimos. Sí, no se asuste el lector de este término, pues la crisis de valores que asistimos es tal, que seríamos ingenuos en considerar que es un fenómeno normal del convivir humano. No es así, es una revolución cultural que ha penetrado, poco a poco, y que la tenemos frente a nosotros como que dominando todo. Es allí donde la burla, el acoso, la agresión, el “bullying” – anglicismo como se lo llama por influencia norteamericana (uno de los países que más lo padece) -, hace sus estragos, ante la reacción angustiada de educadores, la indiferencia de la mayoría de los compañeros, la complicidad de otros, y la actitud agresiva, violenta, injusta, provocadora, insultante, degradante, y no sé cuántos calificativos más podríamos ponerle, a este grave pecado contra la caridad para con el prójimo, de parte de los promotores o ejecutores del “bullying”.

En otros tiempos era la burla oral, o la agresión física lo que campeaba en escuelas o colegios. Hoy, con los modernos medios electrónicos de comunicación, se ejerce otro sistema a más de presión. De lo que era una grave situación, el “ciberbulying”, así como el corruptor sistema de “sexting” (exhibicionismo o envío de imágenes indecentes) entran en escena agudizando la situación. Ambos produciendo un maltrato psicológico, que es tanto o más grave que el físico o verbal. Y esto ocurre normalmente, en promedio, entre preadolescentes, de 12 a 15 años.

Ante nosotros encontramos un enfrentamiento entre el “acosado”, que son niños normales, moralmente preservados, tímidos, que por alguna característica física, el color de piel o nacionalidad, sufren burla o discriminación. Del otro lado están los que califican los expertos de “acosador”. Acosador que por sentirse con poder, para aparecer y ser considerado líder, es normalmente un antisocial; procediendo, no en pocas veces, de familias en conflicto.

Cuando el acoso es físico produce daños a su víctima u objetos personales. Es verbal por medio de humillaciones, insultos, desprecios, ofensas, etc. Otras veces, si bien que todo puede ir junto, es por medio del aislamiento, la dura situación de sentirse excluido de la vida social de un colegio o escuela. Todo esto tiene graves efectos psicológicos provocando miedos, soledades, crisis nerviosas, que llegan, en situaciones extremas de hostigamiento, al suicidio del pobre niño o niña burlado o acosado. Es el vulgarmente llamado “bullying”.

No hay nivel social de escuela o colegio en que no ocurra esta peste de fenómeno psicológico-social invadiendo los ambientes juveniles de los días de hoy.

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Los nuevos medios electrónicos de comunicación, el acceso fácil a ellos de parte de niños y pre adolescentes, han hecho que este acoso sea más constante, penetrando en la privacidad de los victimados, superando el espacio (escuela-colegio) y el tiempo (fuera del horario de clases). La defensa ante estos ataques – es el nombre que debemos ponerle – se presenta de una debilidad que asusta, y nos hace pensar en el futuro del convivio social juvenil viendo aproximarse las tristes consecuencias.

No caigamos en una “alegría optimista” de algunos padres al ver la precocidad de sus hijos (a veces de apenas 7 años) utilizando las redes sociales. El saber usar estos aparatos no es sinónimo de estar en condiciones psicológicas o espirituales preparados para hacerlo.

De los tiempos en que no había televisión (o en que había un solo aparato para toda una familia) a los tiempos en que cada niño o niña poseen un instrumento que, si bien les ayudará a comunicarse con sus familiares, a informarse de cosas necesarias, acaban teniendo en sus manos un elemento que lo podrá llevar a situaciones de ser víctima de “cyberbullying”, o de “sexting”, y caer en el desespero de traumáticas consecuencias psicológicas.

Cometería una falta de caridad si antes de terminar este artículo no hiciese un llamado de atención, un apelo, una advertencia, a quienes, de una forma u otra, directa o indirectamente, participan de este diabólico proceder.

Primeramente a los que son los autores principales: recapaciten, cambien de actitud. Sólo les repito las palabras de Nuestro Señor Jesucristo, “al que escandalizare a uno de estos pequeños, más le valdría…”, busquen en Lc 17, 2 las consecuencias.

A los cómplices directos, pues normalmente, es un accionar con un líder seguido por otros que son arrastrados a este mal: les digo que son tan responsables de este pecado, como el propio burlador o agresor.

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¿Y qué decir a los que presencian con gusto y no hacen nada para parar este malvado acto?: no tienen la valentía de detenerlo y quedan asistiendo a una “crucifixión” de un hijo de Dios, de un “hermano”, sin hacer nada para impedirlo, pecan de omisión.

Y los indiferentes: ¡qué horror ser indiferente!. Sólo pensar en sí, en sus placeres, en su vidita…, cuidado, pues Dios podrá hacerse indiferente de vosotros cuando sea vuestro juicio particular, nos responderá: “no os conozco” (Mt 25, 12).

Profesores, maestros: estén alerta a los acontecimientos. No lo permitan. Tomen medidas drásticas sobre aquellos que violan el mandamiento de la caridad, pues si dejan eso desarrollarse, serán responsables de que este cáncer llegue, como lo estamos viendo, a las entrañas de la sociedad.

Padres de familia: cuiden, apoyen, orienten, alerten a sus hijos de los peligros que rondan en torno de ellos en esta convulsionada sociedad en la que les ha tocado nacer.

Que valga para todos nosotros el compenetrarnos de que estamos viviendo los resultados del alejamiento de Dios. Al no haber amor de Dios… poco podremos pedir de amor al prójimo. Los más importantes mandamientos: “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón… y a tu prójimo como a ti mismo” (Mc, 30-31), quedan sustituidos por el trato brutal, sin misericordia, despreciando al débil o necesitado…

Que la Virgen Santísima, Madre de Misericordia, convierta, despierte, proteja e ilumine a unos y otros de los actores de esta “epidemia”, tan antigua, que está tomando características de pandemia…en nuestros jóvenes.

La Confesión, Medicina para el alma

En cierta ocasión, hace algunos siglos atrás, un personaje renombrado, contrario a las prácticas de piedad propias de la Iglesia, conversando con el anciano párroco de su ciudad, se burlaba de la confesión diciendo: Padre, yo no me confieso por la simple razón que no cometo pecados. El sacerdote, acostumbrado a este argumento en los largos años que llevaba ejerciendo su ministerio le respondió: siento pena por usted señor, pues, es verdad que existen personas que no pecan, pero yo conozco sólo dos tipos: aquellos que todavía no llegaron al uso de la razón, y aquellos que la perdieron.

Frente a esta respuesta ingeniosa del anciano párroco, creemos no tener necesidad de tratar en este artículo de si es propio del ser humano pecar, pues es evidente que cada uno de nosotros ha experimentado en algún momento el remordimiento o peso de conciencia por no haber hecho lo que debía en alguna circunstancia de la vida. Equivocarse es algo propio a nuestra naturaleza caída. Al abrir los ojos a la luz de la razón, el hombre se enfrenta a la toma de decisiones, que al no ser siempre bien resueltas, hacen experimentar el peso del error, del pecado.

Ahora, cuando nuestro alto personaje decía al sacerdote que él no cometía pecados, pensamos que de alguna manera su objeción más profunda no era tanto acerca del pecado en sí, sino más bien a la necesidad de ser confesados a alguien para ser perdonados.

¿por qué debo contarle a un hombre tan pecador como yo las cosas de mi intimidad? ¿Acaso no puedo reconciliarme con Dios directamente, en lo íntimo de mi corazón?

La confesión oral como condición relativa

Podría cuestionarse como las personas, que por diversas razones no pueden expresarse oralmente ante un confesor pueden beneficiarse del sacramento. Debemos decir que esto ya ha sido respondido por diversos teólogos, quienes apoyándose en el magisterio, concluyen ser esta una concesión de la Iglesia “que no debe entenderse de modo absoluto y material, sino relativo y formal (modo humano), según las condiciones físicas y morales del sujeto [Cfr. Dionisio Borobio. El sacramento de la Reconciliación Penitencial. Ed. Sígueme, Salamanca, 2006. , 307]. Entretanto, no se trata de que cada individuo determine si está en condiciones o no de confesarse oralmente, sino que existen una serie de concesiones a quienes particularmente están impedidos (como es el caso de los sordomudos por citar uno de tantos otros ejemplos).

En condiciones normales, la Iglesia es bien clara cuando afirma: “la confesión individual e integra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia” (Juan Pablo II. Carta apostólica Misericordia Dei, 1.a.).

Esta obligación no la pone la Iglesia porque quiere entrometerse y dirigir la vida de sus seguidores, sino que como madre quiere responder a una necesidad vital del hombre. ¿Cuál es esa necesidad? Es la que veremos a continuación.

La confesión oral y su implicancia antropológica

El hombre, constituido de cuerpo y alma, necesita por su naturaleza liberarse de alguna manera material de aquello que lo atormenta en su interioridad. Esto es algo que se  puede ver como una expresión en las más variadas costumbres culturales, donde los ‘ritos de expiación’ en los pueblos antiguos cuando se había generado un estado de enemistad entre la comunidad y la divinidad. Si se cometía una falta, el dios del clan era aplacado por la confesión del propio pecado, seguida de una ofrenda a los difuntos, que expiaba la ofensa. De ahí que, desde la perspectiva de la antropología cultural, la confesión era, ante todo, una actitud humana liberadora. Confesar el pecado quería decir separarse, sacar fuera de uno mismo aquello que causaba el mal que se padecía (Cfr. Félix M. Arocena, Scripta Theologica sep-dic2009, Vol. 41 Issue 3, p745-783).

En la Iglesia, esta actitud liberadora se completa agregando el bálsamo regenerador de los efectos de la preciosa sangre derramada por Jesús en el Calvario, que con la absolución proferida por los labios del sacerdote borra la culpa de la ofensa. Pero para esto, repetimos, en los casos normales es necesaria esa declaración oral e individual.

Tribunal de misericordia: carácter medicinal de la confesión

“La confesión es un acto por el que se descubre la enfermedad oculta con la esperanza del perdón” (Tomás de Aquino,SummaTheológicaSuppl., q. VII, a. 1 co). Santo Tomás nos muestra aquí un aspecto de la confesión oral que junto con el aspecto judicial, pastoral y paternal del sacramento de la penitencia completa esta necesidad de confesarse: el carácter medicinal del sacramento. El pecador cuando peca se asemeja al enfermo con su enfermedad. Para el sacerdote, ministro del perdón, al igual que el médico, le es imposible recetar la medicina adecuada si el paciente no revela los síntomas de su enfermedad. San Jerónimo decía que si el enfermo se avergüenza de descubrir la llaga al médico, difícilmente este lo podrá curar, pues ‘la medicina no cura lo que ignora’.

Así también se refiere el magisterio de la Iglesia a este aspecto del sacramento: “Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto el Sacramento implica, por parte del penitente, la acusación sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación), sino inherente a la naturaleza misma del Sacramento”[Juan Pablo II. Exhortación apostólica Reconciliatio et Poenitentiae. 31, II].

 

 

La confesión regular, para el progreso espiritual

Ya que estamos analizando la confesión oral en su carácter medicinal, no podemos dejar de mencionar algo sobre el beneficio que esta nos trae cuando es regular.

De la misma manera que catalogaríamos de negligente aquel que sólo acude al médico cuando está en un estado avanzado de enfermedad, al borde de la muerte, así también podríamos pensar de aquellos que pretenden acercarse a la confesionario sólo cuando estén en una situación de pecado mortal, ya habiendo perdido la amistad con Dios.

“La cualidad terapéutica de la Penitencia recomienda también el recurso al sacramento para los pecados veniales, justificado por la experiencia multisecular de la Iglesia como cauce idóneo para intensificar la conversión permanente del cristiano (CCE 1458). El bautizado que confiesa sus faltas y pecados veniales de forma asidua recibe de modo personal y, desde el discernimiento del ministro, el aliento oportuno que purifica y enciende una vida cristiana que no ha conocido quiebra” [Félix M. Arocena, ScriptaTheologica sep-dic2009, Vol. 41 Issue 3, p745-783.14]. : “Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (Cf. Cc. de Trento: DS 1680; ?CIC 988,2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1458. Ed. San Pablo, Bogotá (2000), 500)

Fuente: Gaudium Press