Dios implantó en el alma humana una luz intelectual por la que el hombre conoce que el bien debe ser practicado y el mal evitado. Esa luz está siempre presente en nuestra alma. Conforme afirma el Concilio Vaticano II, el hombre «tiene en el corazón una ley escrita por el propio Dios», la ley natural. Y como nuestro espíritu es gobernado por una lógica monolítica, no conseguimos practicar ninguna acción mala sin intentar justificarla de alguna manera. Por eso, para poder pecar, el hombre recurre a falsas razones que ahogan su recta conciencia y llevan al entendimiento a presentar a la voluntad el objeto deseado como un bien.
Este es el origen de los sofismas y doctrinas erróneas, con los cuales procuramos disimular nuestras malas acciones.
En vista de esto, se hizo indispensable —además del sello impreso por Dios en lo más íntimo de nuestras almas— la existencia de preceptos concretos para acordarnos, de forma clara e inexcusable, del contenido de la ley natural. Son los Diez Mandamientos entregados por Dios a Moisés en el Monte Sinaí.
En efecto, de forma muy sintética, compendia el Decálogo las reglas puestas por Dios en el alma humana. Dios «escribió en tablas» lo que los hombres «no conseguían leer en sus corazones», afirma San Agustín. Y el hecho de haber sido grabado en piedra —elemento firme, estable y duradero— simboliza el carácter perenne de su vigencia.
Los fariseos deforman la Ley de Moisés
De cara a toda norma jurídica siempre hay dos corrientes: la de los laxistas que, en nombre de la “moderación”, justifican su inobservancia con todo género de falsedades y racionalizaciones; y la de los rigoristas, apreciadores de la ley por la ley, abstrayéndola de su verdadero espíritu y de su vínculo con el legislador. En la segunda categoría estaban los escribas y fariseos.
Subestimaban el cumplimiento de los más fundamentales preceptos del Decálogo, pero acrecentaron a la Ley mosaica, a lo largo del tiempo, numerosas obligaciones y reglas, llevando su práctica a extremos ridículos. Juzgándose los únicos dueños de la verdad, los doctores de la Ley se sirvieron de su autoridad para crear una moral basada en las exterioridades, en cuanto el orgullo, la envidia, la ira y otros vicios hervían sin freno en sus corazones. Merecían, por tanto, la terrible censura de Nuestro Señor:“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el décimo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno! Serpientes, raza de víboras, ¿cómo escaparéis a la condenación del infierno?”(Mt, 23, 23.25.33). De tal forma Jesús se abstraía de algunas normas farisaicas, que muchos podrían imaginar que habría venido a revocar la Ley mosaica, sustituyéndola por otra. Los doctores de la Ley, por ejemplo, prohibían el contacto con los pecadores y publicanos, mientras el Divino Maestro iba a cenar a su casa. Rompía también los preceptos farisaicos del sábado, permitía que sus discípulos omitiesen abluciones rituales antes de comer y afirmaba que no estaba la impureza en los alimentos, sino en el corazón. Todo esto podría dar la impresión de ser Él un laxista dispuesto a abolir las antiguas prácticas, excesivamente rigurosas.
El Decálogo es un reflejo del Creador
No ignorando esa objeción de sus oyentes, Jesús comienza a edificar el evangelio sobre los fundamentos de la Ley. De hecho, al final del espléndido sermón de las Bienaventuranzas advierte a sus seguidores: «No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5, 17).
Nuestro Señor no es sólo el autor de la Ley, sino también la Ley viva. De la misma manera que decimos que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros», podemos afirmar que «la Ley de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros». En el Divino Maestro se encuentran los Mandamientos en estado de divinidad; por ejemplo, ¿qué es lo que hace en su vida terrena sino practicar en todo momento el primer mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas»? En esta perspectiva, es fácil ver en el Decálogo un reflejo del Creador, comprender la belleza que hay en sus preceptos y acatarlos con amor, de modo a crear en nuestra alma la aspiración de cumplirlos con integridad, como único medio de aproximarnos a Dios.