El orgulloso y otrora invicto Imperio Romano se desmoronaba bajo los golpes devastadores de las hordas bárbaras. Ejércitos y murallas, instituciones y costumbres, todo era barrido por la marea montante de los nuevos dominadores.
“¡El navío se hunde!” – exclamaba san Jerónimo, que escribió con tristeza al ser informado de la caída de Roma: “Mi voz se extingue, los sollozos embargan mis palabras. ¡La ilustre capital del imperio ha sido tomada!”
La civilización parecía extinguirse en un dramático ocaso sin esperanza.
Sin embargo, una estrella relucía en la desconcertante oscuridad, señalando el verdadero rumbo de los acontecimientos: en la ciudad de Hipona, cercada por los vándalos, san Agustín escribía De civitate Dei (“La Ciudad de Dios”), proclamando el naufragio irremediable del mundo nacido del paganismo, mientras la Ciudad de Dios – la Santa Iglesia Católica– no sólo jamás sería destruida, sino que triunfaría siempre por sobre cualquier adversidad.
Pero, ¿qué medios y qué hombres emplearía Dios para que del caos emergiera el orden y el esplendor?
Vocación de varón providencial
En los tiempos evangélicos, el Divino Maestro había llamado a oscuros pescadores para ser las columnas de su Iglesia. Ahora, el Espíritu Santo elegía a un joven para renovar esa sociedad convulsa e instaurar una nueva civilización.
No obstante –¡oh paradoja!– ese muchacho, cuyo nombre era Benedicto (Benito), nacido en el 480 de una noble familia de Nursia, sintió el llamado del Señor para seguirlo en el silencio y la oración.
Sus padres lo enviaron a estudiar a Roma. Pero muy pronto se percató de que, si quería corresponder al anhelo sobrenatural que ardía en su corazón, no podía quedarse en ese mare mágnum , mezcla de barbarie y cultura romana decadente.
Así, en la flor de la juventud y sin haber manchado nunca su inocencia bautismal, abandonó su casa, haberes y estudios en pos de un lugar yermo donde poder adquirir el conocimiento y el amor de Dios.
“Deseaba más los desprecios que las alabanzas del mundo”
La ciudad de Enfide (actual Affile), a casi 50 km. de Roma, fue el sitio elegido para su recogimiento. Ahí se instaló con su antigua nodriza, que le prestaba los servicios domésticos.
Un pequeño incidente casero fue motivo para su primer milagro. Un día encontró llorando a su nodriza porque había dejado caer descuidadamente un colador de arcilla, que había pedido prestado a una vecina para colar el trigo. Compadeciéndose, Benito tomó los trozos del colador, se puso en oración y el instrumento se recompuso de modo tan perfecto, que no mostraba la menor señal de fractura.
En seguida corrió la noticia del milagro, trayéndole mucha fama. Pero él, que según relata el Papa san Gregorio Magno “deseaba más los desprecios que las alabanzas de este mundo” , huyó de la casa de Enfide, buscando refugio en un solitario lugar llamado Subiaco, donde se alojó en una minúscula gruta.
Una gran tentación, una victoria definitiva
A camino de Subiaco se encontró con Romano, un monje que habitaba un monasterio cercano. En días determinados, Romano descolgaba un pedazo de pan hasta la gruta de Benito. Durante un tiempo esta fue la única comida del joven ermitaño. Pero pronto se hizo conocido en la región y muchas personas, en busca de alimento para sus almas, le llevaban comida para su cuerpo.
En este período el joven sufrió las más duras tentaciones del demonio. Fuertemente probado en cierta ocasión contra la virtud de la pureza, se sintió a punto de ceder y hasta de abandonar su soledad. Pero con la ayuda de la gracia divina, reaccionó, se despojó de su vestimenta y se arrojó sobre una mata de espinos y ortigas, contra la cual se refregó largo tiempo. Salió cubierto de heridas, pero con el alma liberada de la tentación.
Intento de envenenamiento
En los tres años que pasó en ese lugar de completo aislamiento, se esparció la fama de su santidad. Habiendo fallecido el abad de un monasterio próximo, los monjes vinieron a pedirle que asumiera la vacante. Al comienzo Benito se negó, pero ante la gran insistencia de los religiosos terminó por aceptar. Al cabo de un tiempo, sin embargo, esos tibios monjes decidieron matarlo, arrepentidos de traer como superior a un hombre que exigía el camino de la perfección. Le presentaron una jarra de vino envenenado. El santo hizo una gran señal de la cruz y la vasija se despedazó.
Comprendiendo claramente el significado del hecho, ese mismo día Benito abandonó el claustro de monjes relajados y regresó a la querida soledad de su gruta.
Nace la orden benedictina
El brillo de sus virtudes y la fama de sus milagros atrajeron a muchos varones, que con ansias sobrenaturales fueron a la gruta para vivir bajo su dirección. Así se formaron sucesivas comunidades. San Benito erigió en total doce monasterios en el lugar, eligiendo un abad para cada casa. Se había fundado la orden benedictina.
En esa época, Subiaco comenzó a ser visitado por personas importantes de Roma que traían a sus hijos para educarlos según el espíritu benedictino. Entre éstos el santo abad reclutó a dos de sus mejores discípulos: san Mauro y san Plácido.
Gran taumaturgo
Dios concedió en abundancia el don de milagros a su siervo.
El abastecimiento de agua de tres de los monasterios construidos en la alta montaña imponía grandes trabajos a los monjes, que solicitaron cambiarse. Esa noche, Benito rezó durante un buen tiempo en aquel sitio, y antes de bajar marcó un punto con tres piedras. Al día siguiente dijo a los monjes:
– Vayan y caven en las rocas donde encuentren tres piedras superpuestas.
Hecho esto, brotó agua en abundancia hasta hoy.
Benito había aceptado como monje a un hombre de raza goda, “pobre de espíritu”. Un día le encomendó desbrozar los matorrales junto a la ribera del lago para poder plantar un huerto. El hombre cortaba las matas con vigor, cuando la hoz se desprendió para caer más allá, en las profundidades del lago. Afligido, fue a confesar su “falta” a san Mauro. Benito, puesto al par de lo sucedido, fue al lugar e introdujo en el agua la punta del mango. La hoz subió desde el fondo del lago y se adhirió otra vez a la madera. – Toma, trabaja y no te aflijas más– dijo el santo abad al monje. Muchos otros milagros realizó Dios por intermedio de su fiel servidor. Curó enfermos, salvó del peligro a muchas personas, expulsó demonios, hizo caminar a un monje sobre las aguas y hasta resucitó a un niño muerto.
“Yo estaba presente…”
Otro don singular que quiso concederle el Señor fue poder estar presente en espíritu junto a sus hijos espirituales, donde fuera necesaria su vigilancia de Padre y Fundador. Dos episodios ilustran ese prodigioso privilegio.
La regla prescribía que los monjes no comieran ni bebieran nada cuando salían del monasterio a cumplir algún encargo. Un día, dos monjes que se quedaron fuera hasta muy tarde, aceptaron la hospitalidad de una piadosa mujer, quien les sirvió alimento y bebida. Volviendo al monasterio, fueron a pedir la bendición a san Benito, que los interpeló:
– ¿Dónde comieron?
– En ningún lugar– respondieron.
– ¿Por qué mienten? ¿No entraron acaso en casa de tal mujer y ahí comieron tal y tal cosa, y bebieron tantas otras veces?
Los dos culpables se postraron a sus pies y le pidieron perdón.
Había cerca de Subiaco una comunidad de virtuosas mujeres consagradas al servicio del Señor, a las que el santo enviaba con frecuencia un monje para su asistencia espiritual. Cierto día, el monje encargado de la misión aceptó de regalo algunos pañuelos que ocultó bajo su hábito en el pecho. Regresando al convento, se quedó estupefacto cuando san Benito lo amonestó severamente pues, habiéndose olvidado ya de la falta cometida, no entendía el motivo de la reprimenda. Entonces el santo abad le dijo: “¿Acaso no estaba yo presente cuando recibiste de las siervas de Dios los pañuelos que guardaste en tu pecho?”
Blanco de persecuciones
En todo tiempo y lugar, es característico que los santos sean blancos de la incomprensión y del odio de los secuaces del demonio. El sacerdote de una iglesia cercana a Subiaco, llenándose de envidia, empezó a difamar el género de vida de Benito, tratando de alejar de su santa influencia a todos los que podía. Viendo frustrados sus esfuerzos, envió como obsequio a Benito un pan envenenado para matarlo. Fracasado también este intento, llegó al extremo de introducir en el jardín del monasterio a siete mujeres de mala vida, con la esperanza de corromper a los jóvenes monjes.
Comprendiendo que todo se hacía para perseguirlo personalmente, Benito nombró representantes suyos en cada uno de los doce monasterios fundados, y se retiró de Subiaco.
Monte Cassino, el camino de la restauración
Marchó entonces a Cassino, una ciudadela fortificada a medio camino entre Roma y Nápoles. Había ahí un templo pagano donde los campesinos de la región tributaban culto a Apolo. Alrededor del templo mantenían cuidadosamente algunos bosques en los que ofrecían sacrificios al demonio. Llegando al lugar, el hombre de Dios destruyó el ídolo, abatió los bosques y transformó el edificio en iglesia erigiendo un oratorio a san Juan Bautista y otro a san Martín de Tours.
Enseguida, dio comienzo a la construcción del famoso monasterio de Monte Cassino, que tuvo por único arquitecto al santo abad y como constructores a los propios monjes.
O El monasterio de Monte Cassino fue la respuesta de Dios a la decadencia del mundo de su época. Ejemplo de gobierno patriarcal y de sociedad verdaderamente cristiana en medio de naciones bárbaras, ejerció una influencia enorme sobre las costumbres privadas y públicas, tanto en el orden espiritual como en el temporal. Obispos, abades, príncipes y hombres de todas las clases visitaban al santo, ya sea para pedirle un consejo, ya sea por la amistad y estima que sentían por él. Poderosos de la época, a veces luego de conquistas y victorias, acudían a refugiarse secretamente en Monte Cassino para imbuirse un poco del espíritu benedictino.
Así, tras el desplome del Imperio Romano, se descubrió el camino para la renovación.
La Regla de los monjes
Mientras levantaba el edificio del nuevo monasterio, san Benito erigía interiormente la obra benedictina sobre una base más firme que la roca, escribiendo su inspirada y famosísima Regla de los Monjes. Su objeto era desprender las trivialidades del corazón humano, facilitando que el alma se elevara sin obstáculos hasta Dios, con una siempre serena forma de proceder, de cara a la vida eterna. Con su conocido aforismo Ora et Labora (“Reza y trabaja”), la Regla tiene el mérito de armonizar en el monje la oración y la acción, el ascetismo y la mística.
La Regla escrita por san Benito produjo benéficos frutos en toda la cristiandad. Este sabio conjunto de normas se mantuvo en vigor durante ocho siglos en casi todos los monasterios de Occidente.
Murió de pie, como valiente guerrero
El santo abad anunció con meses de antecedencia la fecha de su muerte. Seis días antes, mandó preparar su sepultura. Enseguida lo acometió una violenta fiebre. Como la enfermedad se agravaba cada vez más, el día anunciado se hizo llevar al oratorio donde, fortalecido por la recepción de la Santísima Eucaristía y apoyado en los brazos de sus discípulos, murió de pie con las manos elevadas al cielo y los labios pronunciando la última oración.
Era el 21 de marzo de 547. Fue enterrado en el lugar donde había levantado antes el oratorio de san Juan Bautista, en Monte Cassino.
La última visita de Santa Escolástica
Escolástica, fundadora de la rama femenina de la orden benedictina, era hermana melliza de san Benito y estaba consagrada a Dios desde su infancia. Cada año le hacía una visita para conversar sobre los asuntos referidos a la vida eterna. El santo abad la recibía en una casa perteneciente al monasterio de Monte Cassino, situada no lejos de ahí.
El año de la partida de la santa al cielo (547), vino como de costumbre y su santo hermano fue a recibirla en la mencionada casa, acompañado por algunos discípulos. Pasaron todo el día en santos coloquios, que se prolongaron hasta avanzadas horas de la noche. Presintiendo la cercanía de su propia muerte, Escolástica dijo a su hermano:
– Te suplico que no te vayas ahora, para poder conversar hasta mañana sobre las alegrías de la vida celestial.
– ¡¿Qué me dices, hermana?! ¡De ninguna manera puedo pasar la noche fuera del monasterio!
Frente a esa respuesta, Escolástica apoyó su cabeza entre sus manos y rezó por algunos instantes. Hasta entonces el cielo estaba diáfano y sereno; pero cuando la santa levantó la cabeza, se desató una lluvia torrencial, con relámpagos y truenos tan violentos que el abad y sus discípulos no podían pensar siquiera en salir de la casa.
– ¡Que Dios todopoderoso te perdone, hermana! ¿Qué has hecho?
– Te supliqué y no me quisiste atender. Rogué a mi Señor y Él me escuchó. Ahora sal si puedes, y vuelve al monasterio…
San Benito comprendió que debía conceder a la fuerza lo que, por amor a la regla, no había querido otorgar voluntariamente. Y así pasaron la noche en vela, discurriendo sobre la vida espiritual.
Tres días después, mientras se hallaba en su celda, san Benito vio el alma de santa Escolástica abandonar su cuerpo bajo la forma de una paloma y volar rumbo al cielo. Comunicó el hecho a los monjes y envió a algunos para buscar ese santo cadáver, que fue depositado en la tumba que el santo había preparado para sí.
“Así, ni la misma sepultura pudo separar los cuerpos de los que tuvieron sus almas siempre unidas en el Señor” – concluye san Gregorio Magno en su obra “Vida de San Benito”.
La Medalla de San Benito
Explicación del anverso:
En las antiguas medallas aparece, rodeando la figura del santo, este texto latino en frase entera: Eius in óbitu nostro preséntia muniámur. “Que a la hora de nuestra muerte, nos proteja tu presencia”. En las medallas actuales, frecuentemente desaparece la frase que es sustituida por esta: Crux Sancti Patris Benedicti, o todavía, más simplemente, por la inscripción: Sanctus Benedictus.
Explicación del reverso:
* En cada uno de los cuatro lados de la cruz vemos las letras: C. S. P. B. que corresponden a las letras iniciales de la frase en latín: Crux Sancti Patris Benedicti. Cruz del Santo Padre Benito.
* En el palo vertical de la cruz vemos las letras: C. S. S. M. L. que corresponden a las letras iniciales de la frase en latín: Cruz Sácra Sit Mihi Lux. Que la Santa Cruz sea mi luz.
* En el palo horizontal de la cruz vemos las letras: N. D. S. M. D. que corresponden a las letras iniciales de la frase en latín: Non Dráco Sit Mihi Dux. Que el demonio no sea mi guía.
* Empezando por la parte superior derecha, en el sentido de las agujas del reloj vemos las letras: V. R. S. que corresponde a la frase en latín: Vade Retro Sátana. ¡Apártate Satanás! – N. S. M. V. Numquam Suáde Mihi Vána. No me aconsejes cosas vanas – S. M. Q. L. Sunt Mála Quae Libas. Es malo lo que me brindas – I. V. B. Ípse Venéna Bíbas. Bebe tú mismo tu veneno.
En la parte superior, encima de la cruz suele aparecer unas veces la palabra PAX y en las más antiguas IESUS.
No cabe duda que la medalla de San Benito es una de las más apreciadas por los fieles católicos. A ella se le atribuyen poder y remedio, ya sea contra ciertas enfermedades de hombre y animales, ya contra los males que pueden afectar al espíritu, como las tentaciones del poder del mal. Es frecuente también colocarla en los cimientos de nuevos edificios como garantía de seguridad y bienestar de sus habitantes.
El origen de esta medalla se fundamenta en una verdad y experiencia del todo espiritual que aparece en la vida de San Benito tal como nos la describe el Papa San Gregorio en el Libro II de los Diálogos. El Padre de los monjes usó con frecuencia del signo de la cruz como signo de salvación, de verdad, y purificación de los sentidos. San Benito quebró el vaso que contenía veneno con la sola señal de la cruz hecha sobre él. Cuando los monjes fueron perturbados por el maligno, el santo manda que hagan la señal de la cruz sobre sus corazones. Una cruz era la firma de los monjes en la carta de su profesión religiosa cuando no sabían escribir. Todo ello no hace más que invitar a sus discípulos a considerar la Santa Cruz como señal bienhechora que simboliza la pasión salvadora de Nuestro Señor Jesucristo, por la que se venció el poder del mal y de la muerte.
La medalla tal como hoy la conocemos , se puede remontar al siglo XII o XIV o quizá a época anterior y tiene su historia. En el siglo XVII, en Nattenberg de Baviera (Alemania), en un proceso contra unas mujeres acusadas de brujería, ellas reconocieron que nunca habían podido influir malignamente contra el monasterio benedictino de Metten porque estaba protegido por una cruz. Hechas, con curiosidad, investigaciones sobre esa cruz, se encontró que en las tapias del monasterio se hallaban pintadas varias cruces con unas siglas misteriosas que no supieron descifrar. Continuando la investigación entre los códices de la antigua biblioteca del monasterio, se encontró la clave de las misteriosas siglas en un libro miniado del siglo XIV. En efecto, entre las figuras aparece una de San Benito alzando en su mano derecha una cruz que contenía parte del texto que se encontraba sólo en sus letras iniciales en las astas cruzadas de las cruces pintadas en las tapias del monasterio de Metten, y en la izquierda portaba una banderola con la continuación del texto que completaba todas las siglas hasta aquel momento misteriosas.
Mucho más tarde, ya en el siglo XX, se encontró otro dibujo en un manuscrito del monasterio de Wolfenbüttel representando a un monje que se defiende del mal, simbolizado en una mujer con una copa llena de todas las seducciones del mundo. El monje levanta contra ella una cruz que contiene la parte final del texto consabido. Es posible que la existencia de tal creencia religiosa no sea fruto del siglo XIV sino muy anterior.
El Papa Benedicto XIV , en marzo de 1742, aprobó el uso de la medalla que había sido tachada anteriormente, por algunos, de superstición. Dom Guéranger, liturgista y fundador de la Congregación Benedictina de Solesmes, comentó que el hecho de aparecer la figura de San Benito con la Santa Cruz, confirma la fuerza que su signo obtuvo en sus manos. La devoción de los fieles y las muchas gracias obtenidas por ella es la mejor muestra de su auténtico valor cristiano.
Fuentes:
Revista Heraldos del Evangelio, Julio/2005, n.24, p. 23 a 25
Site:http://www.starnews2001.com.br/benedictus.html