Hace más de dos mil años, en los inmensos y lejanos arenales de Arabia, donde las montañas no tienen nombre, pues el viento las hace y deshace con su fuerza mutable y dominadora, vivía un niño muy pobre, huérfano de madre desde muy pequeño. Su padre era el guardián de un oasis que estaba algo apartado de las rutas más transitadas, pero conocido por los viajantes por su abundante y cristalina agua.
En varias ocasiones el celoso padre había pensado aliviar la soledad de su hijo regalándole un juguete. Aunque nunca tuvo el valor de preguntarle el precio a ninguno de los mercaderes que por allí pasaban, porque seguramente sería mayor de lo que podría pagar con las pocas monedas que poseía.
Entonces decidió fabricarle a su hijo un sencillo tambor. Cogió un viejo barrilito, le quitó las tapaderas, lo barnizó con aceite de palma y extendió cuidadosamente sobre sus extremos dos pieles de cabra, fuertemente estiradas con tendones de carnero.
La preparación del instrumento le costó semanas de trabajo. Tuvo que rehacerlo varias veces, hasta que quedó bien. Pero el esfuerzo mereció la pena: el niño recibió el tamborcito con esa capacidad de alma que tienen los inocentes de contentarse con un único regalo, ¡que vale más que recibir mil otros! Lo tocaba constantemente, acompañándose de canciones que él mismo componía, ¡y qué bonitas eran!
Tan hermosas que en todo el desierto, desde el mar hasta los montes, era conocido como el “tamborilero”.
En una fría noche de invierno, la monótona rutina de aquellos lugares fue rota por un fenómeno sorprendente: en el cielo apareció, en el oriente, una estrella que brillaba más que todas las otras y parecía que se movía lentamente en dirección hacia occidente. Era tan luminosa que permanecía visible día y noche, acercándose a ellos cada vez más.
Ante tan extraordinario prodigio, el padre llegó a sentir temor, pero su hijo lo tranquilizó enseguida: aquel astro era demasiado bello para que fuera un mal presagio. Más bien parecía anunciar lo contrario, un acontecimiento grandioso y feliz.
Días después, cuando la estrella se encontraba más próxima, el niño divisó en el horizonte una larga hilera de hombres y cabalgaduras. No se trataba de una caravana común. El número de bestias de carga era incontable.
¡Transportaban magníficos fardos! E incluso el menor de los siervos que allí estaba, vestía y se comportaba con la dignidad de un hidalgo.
Al final de la extensa cabalgata, sentados encima de robustos dromedarios, venían tres nobles señores, vestidos con coloridos trajes y turbantes de seda. Uno de ellos era un anciano de larga barba, el otro un hombre maduro de ojos vivaces y rubios cabellos y el tercero un vigoroso árabe de piel oscura.
Se diría que los tres eran reyes.
El niño salió corriendo a coger su tambor, empezó a tocarlo y se puso a cantar en honor de aquellos admirables viajeros. Cuando terminó, el venerable anciano de la larga barba se inclinó en dirección al muchacho y le dijo complacido:
— Mi buen chico, ¡qué hermosa es tu música! ¿No habrá abrigo en tu casa para una caravana que llega fatigada de una larga jornada?
Con una profunda reverencia le respondió:
— ¡Sí, señor! Mi padre es el guardián de este pozo, y siempre da posada a los hombres de bien.
Padre e hijo se aplicaron en recibir a aquellos señores con la más esmerada hospitalidad posible. Les sirvieron los dátiles más buenos que tenían y leche de cabra recién ordeñada. Dieron de beber a los camellos, llenaron los odres de agua y los hospedaron lo mejor que pudieron en la cabaña de paredes de barro y techo de hojas de palmera que habían construido a manera de posada.
Por la noche, cuando ya todos se habían recogido, el niño se acercó con curiosidad al anciano que tan bondadosamente lo había tratado y le preguntó con sencillez:
— Señor, perdóneme mi atrevimiento, pero ¿a qué se debe la presencia de tan ilustres personas en estos desérticos parajes?
El buen hombre sonrió y le explicó que venían desde muy lejos. Allí, en sus distantes tierras, supieron mediante sueños que una estrella habría de conducirlos hasta el lugar donde nacería el Mesías, el enviado de Dios, anunciado por los profetas.
Cuando vieron aparecer aquel astro desconocido, cogieron oro, incienso y mirra y se pusieron en camino.
Hacía meses que la venían siguiendo y una especial alegría del corazón les decía que estaban cerca de su destino.
El “tamborilero” no había oído hablar nunca tales cosas. Él, que no era ningún sabio como los ilustres viajeros, se emocionó al oír hablar del Mesías, del “anunciado por los profetas”. Sintió un irresistible deseo de ir a conocerle.
Al día siguiente, se despertó bien temprano. Se despidió de su anciano padre y se unió a la caravana. Había estado buscando con ahínco en el oasis un regalo que le pudiera llevar al Mesías, pero no encontró nada digno de Él. Y pensó: “Iré con mi tambor, y cuando esté delante suyo le diré: Señor, soy pobre y no tengo nada para ofreceros. Pero dicen que mi música es bonita y trae alegría. He venido a tocar para Vos la más linda de mis canciones”.
Días después, tras haber contorneado el Mar Muerto y remontado las escarpadas laderas que conducen hasta Judea, la caravana hacía su entrada en Belén de Judá. Bien en lo alto de una humilde casa, la estrella se había detenido y los tres nobles señores entraron allí.
Como si estuviera esperándoles, se encontraba un resplandeciente Niño sentado majestuosamente, como en un trono, en el regazo de una hermosa mujer. Enseguida comprendieron que aquel era el Mesías anunciado por los profetas. Se postraron, lo adoraron y le ofrecieron los valiosos regalos que habían traído: oro, incienso y mirra.
Pero he aquí que, de repente, se oye el redoble de un tamborcillo y una armoniosa voz infantil que interrumpe la solemnidad de la escena.
Era el “tamborilero” que tocaba para el Salvador la más bonita de sus canciones. Al oírlo, el rostro del Niño Jesús se iluminó con una bella sonrisa, agradado con la candidez de esa alma inocente. Quizá haya sido, antes incluso que San Juan Bautista, el primer amigo del Niño Jesús.
Fuente: Navidad con los Heraldos