“Señor, ¿son pocos los que se salvan?”. Pregunta hecha a Jesús con escaso interés de perfección. Sin embargo, pocos serán los desinteresados en oír la respuesta del Divino Maestro. Escuchémosla con claridad y profundidad.
Ofrecemos a nuestros lectores un trecho de la meditación que hace Mons. Juan Clá Dias, fundador de los Heraldos, del Evangelio del domingo XXI del Tiempo Ordinario.(Lucas 13,22-30)
Él les dijo: Esfuércense en entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos intentarán entrar y no podrán.
El consejo de Jesús es imperativo: “esfuércense”, indicándonos hasta dónde no es cosa de “tratar de entrar” a última hora. Pero infelizmente, asusta el número de personas que a lo largo de la vida se despreocupan de saber lo que les pasará después de la muerte. Muchos están dispuestos a cambiar el Cielo por el fugaz placer de un momento, y actúan tal como Judas Iscariote frente a las engañosas delicias de este mundo: “¿Cuánto me quieren dar y yo les entrego a Jesús?” (Mt 26,15). No son pocos los que prefieren a Barrabás antes que a Jesús, entregándose a las pasiones y pecados en detrimento de la convivencia sin fin con Dios. San Basilio describe el modo como toman esa opción insensata:
“En efecto, el alma vacila siempre: cuando reflexiona sobre la eternidad se decide por la virtud. Pero cuando mira el presente, prefiere los placeres de la vida. Aquí se ve la languidez y los deleites de la carne; allá, la dependencia, la servidumbre y el cautiverio de la misma. Aquí la embriaguez, allá la sobriedad. Aquí los riesgos disolutos, allá la abundancia de lágrimas. Aquí las danzas, allá la oración. Aquí el canto, allá el llanto. Aquí la lujuria, allá la castidad” (S. Basilio: in Psalm. 1).
Pero, ¿cuál es esa puerta estrecha? Jesús nos la indica: “No todos los que dicen: «Señor, Señor», entrarán en el reino de los cielos, sino solamente los que hacen la voluntad de mi Padre celestial.” (Mt 7,21)
Por lo tanto, consiste en nuestra obligación de abatir el orgullo, controlar nuestra mirada, pensamientos y deseos, guardar nuestro corazón de los afectos desordenados, vivir de la fe y de la esperanza en la práctica de la verdadera caridad, etc.
Una vez que el padre de familia se levante y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y comenzarán a golpear la puerta diciendo: ¡Señor, ábrenos! Y les responderá: No sé de dónde son ustedes.
Los Evangelistas suelen relatar las aproximaciones que el Divino Maestro hacía entre el Reino de los Cielos y un banquete. Según las costumbres de la época, por medidas de seguridad, además de otras razones, al llegar el último invitado el anfitrión atrancaba las puertas. Y así, para hacer aún más clara la alegoría de la puerta estrecha para entrar al Cielo, Jesús presenta la parábola del padre de familia que se reúne con sus hijos y amigos en su casa, a puertas cerradas. Los que se quedaron afuera pedirán que se los deje entrar, y recibirán la respuesta: “No sé de dónde son ustedes”. La razón de tal respuesta no es que no hubiera más lugar, sino por no haber querido entrar por la puerta estrecha.
Qué sorpresa para los que creían ser salvos gracias a la práctica de unas tantas y pocas obligaciones religiosas…
La escena descrita en este pasaje traduce en términos domésticos una profunda realidad eterna. La familia representada aquí es la divina, a la que pertenecen todos los bautizados que viven en la gracia de Dios y, muriendo en ella, gozarán de la felicidad perpetua participativa en la convivencia de la Santísima Trinidad. Fuera de esa intimidad se quedarán todos los que murieran impenitentes de sus pecados. El Padre los tratará como a extraños desconocidos.
Entonces comenzarán ustedes a decir: Comimos y bebimos contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas.
Es muy cierto. Cuántas veces nos acercamos a la mesa de la Comunión y nos beneficiamos con los demás Sacramentos, escuchamos buenas predicaciones sobre el Evangelio, además de los consejos en particular, en el seno de la Iglesia fundada por el Redentor. No obstante, ¿qué provecho sacamos de todos esos privilegios? Se nos dan para cumplir mejor los Mandamientos. Insensatos son los que se entregan a una vida de pecado hasta la hora de la muerte, arriesgándose a oír de los labios de Jesús la sentencia irrevocable de eterna reprobación. Solamente entonces entenderán las palabras del Divino Maestro: “Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16,26).
Pero él les dirá: No sé de dónde son ustedes; apártense de mí todos los que obran la iniquidad.
Esta respuesta contiene dos afirmaciones:
1. “No sé de dónde son ustedes…”. No debemos pensar que solamente los no-bautizados serán objeto del rechazo de Jesús. También se nos podrá aplicar a nosotros, bautizados, si no cumplimos con nuestros deberes. En este caso, Jesús se dirigirá a nosotros de manera aún más explícita: “A ustedes Yo los arranqué de las tinieblas del pecado y los redimí a costa de mi propia sangre, elevándolos a la dignidad de hijos de la Iglesia. Pero ustedes quisieron las sendas del orgullo y, siguiendo el consejo de Satanás, obedecer a la ley del mundo y entregarse a las pasiones. No escucharon la voz de la gracia ni la de mis Ministros…”
2. “… apártense de mí todos los que obran la iniquidad”.
Ser repelido por Dios es el más terrible de los tormentos eternos, según nos enseña la Teología. Hemos sido creados en vista de la felicidad eterna, o sea, para conocer a Dios cara a cara y amarlo como Él mismo se ama, guardando siempre las debidas proporciones. Nuestra alma tiene sed de esa convivencia con Dios y solamente reposaremos en Él. Ahora bien, vernos expulsados por Quien es la única Causa de nuestra alegría, significaría para nosotros un tormento sin comparación. Qué terrible palabra: “Apártense de mí…”
María Puerta del Cielo
Pues hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.
Sorprendente será esa inversión de valores, por eso jamás debemos sentirnos seguros debido a nuestras cualidades, ni por las gracias recibidas, ni menos aún por la riqueza que pueda estar en nuestras manos. Es necesario servir a Dios con ardor y entusiasmo, entrando “por la puerta estrecha” que bien podrá ser María Santísima. No sin razón se le dio el título de Puerta del Cielo. Estrecha, porque nos exige una confianza robusta en su protección maternal. Invoquémosla en todas las tentaciones y dificultades, a fin de comprobar la irrefutable realidad de que “jamás se oyó decir que alguno de los que han recurrido a su protección maternal, implorado su asistencia o reclamado su socorro, fuera por Ella desamparado”. Y cuando lleguemos al Cielo, rindamos eternas gracias a los méritos infinitos de Jesús y a las poderosas súplicas de María.