Cuenta una antigua leyenda que el cisne blanco era mudo, pero que justo antes de morir emitía un bello canto. Y con él, relucían todas las bellezas que había reflejado en el agua y la hermosura que ésta le había prestado a lo largo de su existencia. Es bien sabido, desde tiempos remotos, que tal leyenda, aun siendo poética, no coincide con la realidad. Sin embargo, hizo su camino a través de los tiempos, como metáfora, para significar el final de algo que termina coronado con el éxito. Como se suele decir, simboliza un «cierre con llave de oro». En cierto modo, el Reino de María será como el «canto del cisne» de la humanidad. De hecho, podemos considerar el Reino de María como el ápice de la Historia, cuando la preciosísima Sangre de Cristo, derramada por nuestra redención, producirá sus mejores frutos.
San Luis María Grignion de Montfort y el Reino de María
Pero ¿por qué un Reino de Nuestra Señora? Porque «Jesucristo vino al mundo por medio de la Santísima Virgen, y por Ella debe también reinar en el mundo», enseña el gran mariólogo San Luis María Grignion de Montfort, en su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen.
Con todo, uno podría preguntarse: si el mismo Jesucristo le dijo a Pilato que su Reino no era de este mundo (cf. Jn 18, 36), ¿cómo explicar un reinado suyo por medio de su Madre Santísima aquí en la tierra? ¿No se referirá San Luis Grignion al reinado de la Virgen en la eternidad, al final de todos los siglos? ¿O a su título de Reina de Cielo y tierra, que recibió cuando subió a los cielos y fue coronada por la Santísima Trinidad? No. Lo que San Luis Grignion afirma, cuando habla de un reinado temporal de María, es que Ella será, de hecho, la Reina de los hombres y ejercerá un gobierno efectivo sobre la humanidad. Cuando llegue ese tiempo, «respirarán las almas a María, como los cuerpos respiran el aire». Será una nueva era histórica en quela gracia habitará en el corazón de la mayoría de los hombres, que serán dóciles a la acción del Espíritu Santo a través de la devoción a María: «Se verán cosas maravillosas en este lugar de miseria, en donde el Espíritu Santo, hallando a su Esposa como reproducida en las almas, llegará a ellas con la abundancia de sus dones y las llenará de ellos, pero especialmente del don de su sabiduría, para obrar maravillas de la gracia». Será un tiempo feliz, un «siglo de María en que muchas almas escogidas y obtenidas del Altísimo por medio de María, perdiéndose ellas mismas en el abismo de su interior, se transformarán en copias vivas de María para amar y glorificar a Jesucristo».
Sin embargo, ¿cómo se va a realizar todo esto en nuestro mundo, que vemos en un estado tan lamentable? Es que nos resulta difícil imaginar una época en la que reine entre
los hombres la virtud y la aspiración a la santidad…
Pero San Luis Grignion es el que nos explica, en una de las oraciones más admirables que haya sido compuesta por alguien, su Oración Abrasada, cómo será esta maravilla: «El Reino especial de Dios Padre duró hasta el diluvio y terminó por un diluvio de agua; el Reino de Jesucristo terminó por un diluvio de sangre; pero vuestro Reino, Espíritu del Padre y del Hijo, continúa actualmente y se terminará por un diluvio de fuego, de amor y de justicia». Caerá sobre la tierra una lluvia del fuego abrasador del Espíritu Santo que transformará las almas, como ocurrió con los Apóstoles (cf. Hch 2, 3), que estaban reunidos en el Cenáculo con María Santísima después de la Ascensión de Jesús (cf. Hch 1, 14), en los comienzos de la Iglesia naciente. De medrosos y cobardes durante la Pasión de Nuestro Señor, se convirtieron en héroes de la fe, sin miedo y dispuestos a todo, para ir por todo el mundo y predicar «el Evangelio a toda la Creación» (Mc 16, 15). Por lo tanto, podemos decir con San Luis Grignion que la vida de la Iglesia es un Pentecostés prolongado, en que el Reino del Espíritu Santo se suma al Reino de Cristo, igual que éste se sumó al Reino de Dios Padre. Y en este Reino predicho por él, la sociedad temporal crecerá tanto en dignidad que los hombres, aunque vivan en esta tierra de exilio, serán semejantes a los habitantes del Cielo.
María: Reina en el sentido más excelso
La realidad de los hechos nos demuestra que la sociedad moderna es como un edificio en ruinas, especialmente si se compara con la época en que «la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados», según palabras de León XIII en su encíclica Immortale Dei. No obstante, lo cierto es que la restauración de estas ruinas será gloriosa, porque el Reino de María será la plenitud del Reino de Nuestro Señor Jesucristo, ya que la devoción a Nuestra Señora es la devoción, la misericordia y el amor de Nuestro Señor elevados hasta la más alta perfección.
Pero no será tan sólo un periodo en que la filosofía del Evangelio gobernará a los pueblos; yendo aún más lejos, será la edificación de la Ciudad de Dios descrita por San Agustín, en la que la cultura, la civilización, el Estado y la familia, en fin, todos los elementos que constituyen la vida en este mundo vivirán del amor a Dios.
San Bernardo dice, con toda hermosura, que Nuestra Señora, por ser «la Reina del Cielo, es misericordiosa. Y, sobre todo, es la Madre del Hijo único de Dios. Esto es lo que nos convence de que su poder y ternura son ilimitados; ¿y vamos a poner en duda el honor que el Hijo de Dios tributa a su Madre?» Así, esta nueva era histórica se llamará, con toda propiedad, Reino de María, precisamente porque las gracias que recibirá la Iglesia vendrán por medio de Aquella que es la Medianera de todas las gracias. Y será realmente necesario que la devoción a Nuestra Señora sea plena, como lo dijo en Fátima,que ésa es la voluntad de Dios, para que llegue el triunfo de su Inmaculado Corazón. Ahora bien, cuando la devoción a Ella es plena, es porque Ella está reinando y es Reina en el sentido más excelso; por lo tanto, es el Reino de María. En consecuencia, el Reino de María será la gloria de Dios, la de su Madre Santísima y la de la Santa Iglesia Católica; a decir verdad, será un esplendor tal de la luz de la virtud que sobrepujará todo el dominio que han tenido las tinieblas de esta época en que vivimos: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20). Ese Reino conllevará una reparación de todo el mal practicado en el pasado, y especialmente en nuestros días, realizando, por fin, la voluntad de Dios en la tierra como en el Cielo.
Plenitud y perfección de la Iglesia
En el Mensaje de Fátima se deja claro que la venida del Reino de María es irreversible. Pero no sólo eso: el reinado de la Santísima Virgen traerá consigo una nueva plenitud y perfección para la Iglesia, porque al castigo seguirá la misericordia: el Reino de María vendrá por un acto de clemencia de la Virgen, puesto que la afirmación «mi Inmaculado Corazón triunfará» significa que triunfarán la misericordia y la bondad de Nuestra Señora. Después de obtener para el mundo un castigo regenerador, Ella lo va a colmar de dones. Así, el Reino de María será una gran reconciliación, que es indispensable para que la Iglesia alcance la perfección a la que es llamada. Habría sido contrario a los planes de la Providencia que Nuestro Señor no alcanzara la plenitud de su desarrollo físico, moral e intelectual, en su humanidad santísima, antes de la muerte en Cruz, porque Él no podría haber venido al mundoy quedarse incompleto en algo, sin llegar a su perfección, en la forma como se dio.
Basándonos en el principio de que todo lo que se refiere a Nuestro Señor puede y debe ser aplicado a su Cuerpo Místico, tampoco sería algo según los planes de la Providencia que el mundo terminase sin que la Iglesia alcanzara la perfección a la que está llamada. Sin embargo, en el pasado, en ninguna época histórica después de Cristo, llegó a su auge de perfección; por lo tanto, esa perfección todavía está por llegar y nada la podrá frenar.
Por esta razón, el deseo del advenimiento del Reino de María debe estar presente en el alma de todo católico, como un soplo de la gracia, una certeza colocada en el alma por la acción del Espíritu Santo, pues el que pierde esta esperanza es como si dejara que el amor de Dios saliera de su corazón.
Inexorable ley de la Historia: el bien resurge a partir de un pequeño resto de fieles
De este modo, teniendo en cuenta todo lo que se ha analizado en esta obra, nadie puede negar que el mundo está en una crisis sin precedentes, denunciada por la propia Madre de Dios en Fátima. Esta crisis, cuyo ámbito de acción es el propio hombre, ya sea en el ámbito moral, religioso o social, tiende a avanzar hacia un trágico final. Frente a un cuadro tan dramático, estaríamos tentados a pensar que no hay ninguna solución para el problema, si no nos acordáramos de la afirmación del Apóstol: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13).
En este sentido, si nos fijamos en la trama de la Historia, vemos que, en muchísimas ocasiones, el número de los fieles se queda reducido a un resto que, fortalecido por la gracia, enarbola la bandera de la verdad y la ortodoxia. Esto se puede comprobar incluso en las Sagradas Escrituras, donde se revelan muchas circunstancias en las que Dios hace resurgir el bien a partir de un puñado de justos. De hecho, se conoce el nombre misterioso que Isaías le pone a su primer hijo; a decirverdad, es un nombre de carácter profético: «Sear-Yasub» (7, 3), que significa un resto volverá.
Sería como si Dios tuviese el plan de guiar a la humanidad hacia una determinada dirección; pero, como ésta prevarica, traza un plan nuevo, escogiendo a unos pocos fieles que quedan para ser sus instrumentos y, a partir de ahí, hace surgir algo mejor todavía. Si analizamos la Historia Sagrada, vemos que después de la caída de Adán y su consiguiente expulsión del Paraíso, hubo tales pecados entre los hombres que se hizo necesario un castigo divino para destruirlo todo: el Diluvio. Sin embargo, Dios separó a un resto: a Noé y a su familia. Y, al concluir una alianza con él, la tierra es repoblada otra vez.
La prevaricación de los hombres en la construcción de la Torre de Babel fue algo a la manera de un segundo pecado original. Por eso sobrevino otro castigo divino: la dispersión de los pueblos y la confusión de las lenguas. Una vez más, Dios llama a un justo, Abraham, para que sea el padre de un pueblo que Él mismo elige para sí, y establece con él una nueva alian-za con la que inaugura una era patriarcal entre sus elegidos. Estos episodios confieren a la Historia una belleza particular. Y el proceso vuelve a comenzar con una maravilla superior: la promesa del Mesías, que nacería de ese pueblo, de una Virgen que concebiría y daría a luz al Hijo de Dios (cf. Is 7, 14).
No obstante, el pueblo elegido y amado por el Altísimo viola muchas y muchas veces la alianza, se rebela contra su Creador y va hundiéndose en continua decadencia hasta «la plenitud del tiempo» (Gál 4, 4), cuando se da el nacimiento del Mesías. Sí, el Mesías que sería entregado para morir por su propio pueblo con una «muerte de cruz» (Flp 2, 8).
Otra vez parece que el plan divino no se realiza, puesto que Dios aplica su justicia y dispersa al pueblo hebreo, pero se sirve de un resto de fieles de este amado Israel para fundar su Iglesia y extender el buen olor del Evangelio por toda la faz de la tierra, lográndose así una nueva victoria divina. Sin embargo, con la decadencia de la Edad Media, los buenos fueron debilitándose, a pesar de algunos intentos de resurgimiento, y llegamos a nuestros días en medio de una aparente derrota del bien.
El mejor vino llega al final
Así, si Dios realizó cosas tan extraordinarias en el pasado, seguro que también las hará en el futuro, y cosas aún mayores. Haciendo una interpretación de carácter sobrenatural de toda esta perspectiva histórica, podemos afirmar que, después de haber sido muy derrotado y muy aplastado, el bien resurgirá con nuevo vigor.
Alguien podría objetar haciendo una pregunta: ¿cómo se prueba que el Reino de María es irreversible?
Respondemos con la lógica de la fe: el mal tiene que llegar a su paroxismo, igual que el hijo pródigo del Evangelio, que tuvo que llegar a comer las bellotas de los cerdos (cf. Lc 15, 16) para caer en sí y volver a la casa de su padre, a la verdad de la Fe.
El mismo Evangelio nos enseña que «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Existe, por lo tanto, un dinamismo misterioso de la Divina Providencia, por el cual es preciso que el fruto se descomponga y muera para que la semilla sea liberada. De forma análoga, es necesario que el ciclo de la decadencia del mundo moderno llegue a su fin y se destruya a símismo, como la enfermedad, que desaparece llevando al enfermo a la muerte: enfermedad y muerte acaban juntas.
Además, fue María Santísima quien, en las Bodas de Caná, obtuvo de Nuestro Señor el milagro de la transformación del agua en vino. Y si bien es cierto que el mayordomo le dice al novio que había guardado el mejor vino hasta el final (cf. Jn 2, 9-10), bien podemos exclamar encantados, llenos de alegría y gratitud hacia Nuestro Señor: «Habéis dejado vuestras mejores gracias y vuestros mejores favores para el final de la Historia del mundo». El episodio de las Bodas de Caná, es decir, el primer signo de Jesús hecho a ruegos de María, es la expresión más clara del Reino de María. Este Reino será el vino nuevo de una nueva sociedad que surgirá. Para usar una bella metáfora del Dr. Plinio, será como «un lirio nacido en el lodo, durante la noche y bajo la tempestad», también a ruegos de Aquella que es la Reina del Cielo y de la tierra.
Cfr. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¡Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará! Heraldos del Evangelio Guatemala 2017 pp. 115 ss.