Desde su origen, el cristianismo comprendió el valor de las Artes, y usó sus multiformes lenguajes pra comunicar el inmutable mensaje de salvación.
P. Fernando Gioia, EP.
La manifestación de la fe, en la Iglesia y por la Iglesia, no se restringe a una actitud interior, se refleja también a través de expresiones externas. Aunque los actos litúrgicos, principalmente la Santa Eucaristía, podrían llevarse a cabo con dignidad en cualquier sitio, no obstante, lo artístico, importa ser tomado en consideración. Pues, la exteriorización del culto debe ir al encuentro de lo digno y decoroso.
A través de los objetos que se utilizan se puede fomentar la compenetración ante el misterio que se está viviendo. Por eso importa buscar que el arte sacro evite lo vulgar, lo que no tenga armonía o sea irreverente.
La belleza ejerce una acción evangelizadora a través de los elementos destinados al culto divino, los cuales deben ser “dignos, decorosos y bellos, signos y símbolo de las realidades celestiales” (Sacrosanctum Concilium, 122).
San Pío X destacaba el primordial papel del arte afirmando cómo la Iglesia ha ido “admitiendo en el servicio del culto, cuanto en el curso de los siglos el genio ha sabido hallar de bueno y bello” (Tra le sollecitudini, 5).
También Pío XI destacaba la importancia de “que las artes sirvan verdaderamente como nobilísimas siervas al culto divino” (Divinis cultus sanctitatem, 5).
Sublimando la dimensión litúrgica, decía Pío XII (Musicæ sacræ, 11), que el arte religioso se propone “llevar a Dios por medio del oído y de la vista”
San Juan Pablo II mostraba cómo, en los últimos siglos, ha ocurrido “una cierta separación entre el mundo del arte y el de la fe” (Carta a los Artistas, 10).
En este delicado tema, no fue pequeño el choque entre dos marcadas tendencias durante los últimos decenios. Unos en contra de lo que podría suponer un gasto en la construcción, ornamentación de las iglesias, confección de bellos ornamentos o vasos sagrados, y pensaban, sería mejor destinar a los pobres esos recursos.
Otros, en sentido opuesto, alegaban que habría que disponer de lo mejor para el servicio de Dios, basando sus argumentos en la respuesta que el Señor le dio a Judas Iscariote — a quien en realidad no le importaban los pobres, sino el dinero, porque era ladrón (Jn 12, 6) — en el episodio de la mujer que derramó sobre la divina cabeza un perfume muy caro de nardo; y en el hecho de que Él no rechazó tan “lujoso” homenaje. Al contrario, Cristo, que se hizo pobre y pedía la pobreza a los Apóstoles, elogió ese gesto: “Jesús replicó: dejadla, ¿por qué la molestáis? Una obra buena ha hecho conmigo. Porque a los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis; pero a mí no me tenéis siempre” (Mc 14, 6-7). Por consiguiente, ¿no es legítimo — preguntaban los de esta corriente — practicar la virtud de la magnificencia en el culto divino?, esto en nada hiere el espíritu de pobreza.
El Concilio Vaticano II (S.C., 124), a respecto de la liturgia y el arte sacro, acabó recomendando que “busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada”.
Ocurre que se confunde erróneamente belleza con lujo y, al tratar de evitar la mera suntuosidad o el esplendor fastuoso, se termina optando por una falta de esmero, el mal gusto y la vulgaridad. So pretexto de simplicidad evangélica, se empobrece el culto divino, tanto en una arquitectura desprovista de encanto, como en una música alejada de lo sagrado, o en unas imágenes de formas extrañas y artísticamente pobres, en el uso de objetos de gusto discutible y hechos de material de calidad inferior al noble sacramento que se celebra.
Desde la Antigüedad el ser humano, ha ofrecido en los actos de adoración a Dios los mejores utensilios que poseía, como nos lo demuestra el Antiguo Testamento. En el cristianismo, idéntico sentimiento se manifestaba en los primeros siglos, atestiguado en la construcción de majestuosos templos.
Cristo no pidió que se practicara la pobreza con relación al culto divino. Desposado místicamente con ella, San Francisco de Asís comprendió muy bien el consejo evangélico y rogaba a los seguidores que honraran las cosas referentes al Santísimo Sacramento y a la liturgia: “los cálices, los corporales, los ornamentos del altar y todo lo que concierne al sacrificio, deben tenerlos preciosos” (1ª Carta Custodios, 3-4). Ejemplo concreto de tal mentalidad lo apreciamos en el exterior rústico de la basílica de Asís, que contrasta con su interior lleno de esplendor.
La bella celebración litúrgica, sus ornamentos, el ceremonial, el canto, las construcciones, arrebatan las almas hacia lo sobrenatural y las animan a abandonar las vías del pecado y progresar en la virtud. Si hay medios económicos, en el arte sacro, no hay que evitar lo bello porque sea más costoso y optar por lo feo si da menos gastos. Argumento bastante discutible.
En otros tiempos – en los cuales la imprenta aún no existía – el arte, las imágenes, los vitrales, etc., en las iglesias, eran como un libro donde aprendían los fieles las verdades de la fe. Lo indicaba Pablo VI: “el arte es un medio de incomparable eficacia para la evangelización” (22-10-1974).
La Iglesia incentiva se favorezca “un arte auténticamente sacro”, y que se excluyan “aquellas obras artísticas que repugnen a la fe, a las costumbres y a la piedad cristiana y ofendan el sentido auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte” (S.C., 124).
El arte y la belleza tienen el cometido de despertar a la humanidad y llevarla a redescubrir la profundidad de esa dimensión espiritual, porque la alianza establecida desde siempre entre el Evangelio y el arte es una invitación a adentrarse en el misterio del Dios encarnado.
Así como Dios se manifiesta en la Creación, las obras del hombre honesto reflejan el encanto de la virtud. Esta íntima relación entre la belleza material y la moral es el fundamento de la llamada “via pulchritudinis”: usar la belleza para llevar las almas hacia Dios. El mundo que vivimos, “tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza”, decía Pablo VI (8-12-65). El arte sacro, con su esplendor e inigualable función evangelizadora, expresándose través de signos, será un itinerario rumbo a Dios.