Un Niño de Luz

Nevaba. De los labios brotaban sonrisas; de las miradas, alegría; y de los corazones, cariño. Era Navidad. En una pequeña ciudad suiza de los idos años de 1850, un niño llama do Guillermo vivía plácidamente en la confortable casa de su padre, un próspero comerciante.

Con 10 años de edad, disfrutaba el paraíso interior que sólo proporciona la inocencia. La noche anterior había ido con sus padres a la Misa de Gallo. La iglesia parecía una joya, llena de luces y adornos. Un hermoso pesebre despertaba la piedad de todos. Contemplando la imagen del Niño Dios en la cuna de paja, Guillermo se sintió de pronto como elevado en una nube dorada. Todo se había desvanecido a su alrededor y sólo que daba el Dios Infante, que con bondad infinita le hacía una invitación irresistible:

 –Naciste para cosas más grandes. ¡Ven y sígueme!

 Esa sonrisa divina caló en su alma. ¡Claro que lo seguiría! ¿Pero cómo?

Algunos días después, su padre lo llamó para decirle con aire solemne:

–Hijo mío, deseo para usted algo más importante que comprar y vender tejidos como su padre. Deberá convertirse en un ilustre profesor, en la gloria de nuestra familia. A partir del lunes, irá a estudiar en la escuela del maestro Zuquim.

Para Guillermo, los deseos de su padre eran ley, pero, por otra parte, sentía en el interior de su alma la llamada a una misión muy superior. ¿Cuál sería? ¿Y cómo conciliar la con la voluntad paterna?

Sin saber resolver la encrucijada, hizo como tantos niños de su edad: se olvidó de ella.

 ¿Quieres darme tu corazón?

Así pasaron los seis primeros meses de estudio. Caminando un día despreocupado rumbo a la escuela, le pareció ver a corta distancia un brillante globo moviéndose en su dirección.

Una vez frente a él se abrió, sirviendo de moldura a un deslumbrante niño de rostro luminoso. No tuvo dificultades para reconocer la misma fisonomía del Niño Jesús que había llenado de alegría su alma aquella noche de Navidad.

–Guillermo, ¿quieres darme tu corazón?

–¡Sí, por supuesto que sí! ¿Pero cómo?

–Muy fácil: de aquí en adelante me amarás solamente a mí, y harás todo lo que Yo quiero.

 –¡Mi corazón es todo tuyo! Pero mi padre me manda estudiar para que sea un gran profesor…

–Haré de ti un profesor famoso, con la misión de ser mi apóstol. Si te ocupas principalmente de la salvación de las almas, yo cuidaré tus intereses mucho mejor que tú. ¿Aceptas?

 –¡Sí! ¿Pero cómo sabré qué hacer?

–Permaneceré en tu alma y te orientaré cada vez que me lo pidas. No dejes de rezar mucho.

El globo se cerró y lentamente se fue. ¿Habría sido un sueño? ¿Un espejismo?

Lleno de luz y de felicidad, a Guillermo no le interesó esta pregunta.

Se sentía muy amado por Dios

A partir de ese día, su mayor cuidado era obedecer la voz que le hablaba “dentro del alma”. Siguiendo siempre su orientación, terminó el curso básico del Maestro Zuquim y se matriculó en la Escuela Parroquial. Fue un alumno ejemplar.

Historia, lenguas, matemáticas… ninguna materia era difícil para su inteligencia excepcional. Las clases de religión despertaban su avidez; quería expandir los horizontes de la fe para ser un buen apóstol de Jesús, y no perdía ocasión de conquistar almas para la Santa Iglesia.

Así pasaron algunos años en que todo le salía bien. Frente a cualquier dificultad, se recogía en oración y “oía” claramente la respuesta en el fondo de su alma. Se sentía muy amado por Dios y eso constituía su mayor alegría.

Sordera de alma, la peor desgracia

Por deseo del padre, Guillermo se trasladó a París e ingresó a la Universidad. Los primeros meses corrieron normalmente. Poco a poco, sin embargo, se dejó seducir por la carrera… Quería más tiempo para estudiar, así que disminuyó las actividades de apostolado con sus compañeros. Y desgracia aún mayor, comenzó a reducir cada vez más el tiempo dedicado a las oraciones. Ahora su corazón estaba dividido, pues no pertenecía exclusivamente al Niño Jesús. Éste lo seguía amando tal como siempre, pero Guillermo se había cerrado a ese amor.

Como consecuencia, se apagó la luz de su alma. La felicidad de su infancia desapareció, al punto que se preguntaba si habría sido real o una mera ilusión infantil. Ya no escuchaba esa voz que le hablaba con suavidad.

Le había ocurrido la peor de las desgracias: ¡quedar sordo a la voz de la gracia!

En esa triste situación espiritual, llegó a ser realmente un profesor de gran fama, ocupó altos cargos, amasó una buena fortuna.

Pero había cambiando la inocencia por los fugaces placeres del pecado; la vocación, por las treinta monedas de Judas. A los 74 años, cuando menos se lo esperaba, la muerte le hizo llegar su negra tarjeta de visita. Un ataque cardíaco –cuya gravedad le advirtió su médico– le anunciaba que la partida a la eternidad podía llegar en cualquier momento.

En un golpe de vista el Prof. Guillermo vio frente a sí la escena de su vida: el Bautismo, la Primera Comunión, el Niño Jesús que le sonreía, su promesa de entregarle exclusivamente su corazón, todos los inmundos pecados que ensuciaban su alma. Nada había quedado fuera de la “contabilidad” de la justicia divina. Una terrible voz redobló en su interior:

–Guillermo, Guillermo, ¿de qué te vale ganar el mundo entero si pierdes tu alma?

Era la voz de la gracia que le rompía los tímpanos para hacerse oír.

Aterrorizado, hizo lo que llevaba décadas sin hacer: recordó el Inmaculado Corazón de María, refugio de los pecadores, y rezó: “Sálvame Reina, Madre de misericordia…”

Confianza restauradora

En ese instante se abrió al frente suyo el mismo globo visto sesenta años atrás, pero esta vez servía de moldura al Hombre-Dios crucificado. Su augusta mirada era de reproche, pero también de clemencia.

–Señor, aunque yo no lo merezco, te pido por intercesión de tu Madre que me des algunos años de vida para hacer penitencia y reparar mi vocación frustrada.

–Tienes menos de una semana. Pero puedes repararlo todo en esos pocos días si practicas una penitencia. ¿Aceptas?

–¡Sí Señor! ¿Cuál es?

–Tener confianza. Confianza completa en la infinita misericordia de mi Sagrado Corazón, en la intercesión omnipotente de la Virgen María y en el amor que ambos tenemos por ti.

La Madre de Dios derramó gracias inimaginables sobre el Prof. Guillermo; su alma restaurada recobró la lozanía. Pidió un sacerdote y se confesó con verdadera contrición. Pocos días después recibió la Unción de los Enfermos y la Sagrada Eucaristía. Sus últimas palabras fueron: –¡Ay, si pudiera decirle a los hombres cuánto nos aman Dios y la Virgen a cada uno individualmente, sin excluir a nadie! ¡Cuántas personas se convertirían si lo supieran!

Fuente:http://es.natal.arautos.org/