Peregrinación a Chalatenango

Con motivo del 96º aniversario de la última aparición de la Virgen de Fátima, los Heraldos del Evangelio en conjunto con la Diócesis de Chalatenango, El Salvador, promovieron una peregrinación de la imagen del Inmaculado Corazón de María de Fátima  a la Ciudad de Chalatenango. El acto comenzó con una procesión con la Imagen, acompañada por  medio millar de fieles, que terminó en la Catedral dedicada a San Juan Bautista, donde fue recibida por Mons. Luis Morao Andreazza, OFM. Obispo de Chalatenango, Mons. Marco Tulio León, párroco de la Catedral y una multitud de devotos llenos de entusiasmo y entre aplausos. La imagen fue solemnemente coronada por el Obispo de Chalatenango como reina de todos los corazones de los presentes y de toda la Diócesis, y a seguir se celebró la Santa Misa. La imagen visitó, por la tarde, inúmeros hogares y la Peregrinación finalizó con una Misa de clausura y una emotiva procesión de velas dentro de la Catedral.

Milagro Eucarístico de Alboraya

Aquel día de julio de 1348 llovía a cántaros en Alboraya, poblado de la región de Valencia (España). Numerosos relámpagos, seguidos de truenos aterradores, acentuaban el peligro del fuerte aguacero. Sentado junto a la ventana, el párroco preparaba el sermón de la misa dominical, confiado en que la inclemencia del tiempo lo libraría de interrupciones.

Por esto mismo, no fue pequeña su sorpresa al ver que el molinero de Almácera, la aldea vecina, se acercaba a toda carrera:

–¿Qué pasa, hijo mío?

–¡Padre, lo necesitamos con urgencia! ¡Un pobre enfermo de Almácera está muy mal y ruega que le den el Santo Viático!

El párroco titubeó un momento. Salir con el Santísimo Sacramento bajo aquella tempestad desatada parecía un acto de gran imprudencia; pero su corazón sacerdotal amante de la Eucaristía no podía dejar morir a un parroquiano sin ese consuelo en la hora decisiva, y respondió con aplomo:

–¡Vamos, hijo mío!

Se revistió con sobrepelliz y estola, montó en la mula traída por el molinero y lo siguió a casa del agonizante.

Para llegar hasta Almácera era necesario vadear un pequeño río llama llamado Carraixet. Si la travesía era incómoda en condiciones normales, en época de lluvias llegaba a ser francamente peligrosa.

No obstante, lograron pasar sin gran esfuerzo y llegaron a tiempo para oír en confesión al feligrés moribundo y darle el Santísimo Sacramento.

Pero a la vuelta esperaba el Carraixet desbordado. La impetuosa corriente derribó al sacerdote de la mula, el copón se escapó de sus manos y fue tragado por las aguas, ¡todavía con tres Hostias consagradas!

Al párroco de Alboraya no le faltaba energía ni valor. Se lanzó al torrente para recuperar el copón, pero fue en vano. La noticia del accidente se divulgó con rapidez y muchos campesinos de los alrededores llegaron para ayudar al rescate. Tras una noche entera de búsqueda, el copón fue encontrado al alba vacío y destapado.

Llenos de fe y de amor al Señor Sacramentado, aquellos campesinos no desmayaron; unos nadando y otros a lo largo de las orillas, prosiguieron la búsqueda hasta llegar a la desembocadura del río en el mar.

Ahí fueron testigos de un espléndido milagro: tres grandes peces bañados por una luz resplandeciente permanecían inmóviles en el tumulto de las aguas, levantando sus cabezas y sujetando cada uno en su boca una de las preciosísimas Hostias.

Los vecinos de Alboraya cayeron de rodillas y se quedaron en adoración al Santísimo Sacramento, mientras alguien corrió a comunicar la buena noticia al párroco. Éste no tardó en llegar vestido con sobrepelliz, estola y capa pluvial, seguido por una multitud de hombres, mujeres y niños. Entonces, los peces se acercaron a la orilla para depositar las tres Formas en las manos del sacerdote.

El párroco colocó las Hostias en un rico cáliz y se reunió con los fie­les, que cantaban himnos al Señor Sacramentado, y junto a ellos partió en procesión hacia la iglesia de Alboraya, donde celebró una solemne mi­sa en acción de gracias.

Seguidamente redactó un infor­me al obispo de Valencia, Mons. Hugo de Fenollet, sobre el prodi­gioso acontecimiento. El obispo mandó investigar la veracidad de los hechos mediante las declaracio­nes de los testigos ante el notario eclesiástico.

En memoria del milagro se edifi­caron dos capillas, una cerca del lu­gar en donde cayó el párroco y otra junto al mar. El copón recuperado del río fue obsequiado al obispo de Almácera.

En otro hermoso copón quedó grabada la escena de los tres peces tomando las santas Hostias, con la si­guiente inscripción:

Quis divina neget Panis Mysteria quando muto etiam piscis praedicat ore fidem? – “¿Quién negará de este Pan el Misterio, cuando un mudo pez nos predica la fe?”

La Confesión, Medicina para el alma

En cierta ocasión, hace algunos siglos atrás, un personaje renombrado, contrario a las prácticas de piedad propias de la Iglesia, conversando con el anciano párroco de su ciudad, se burlaba de la confesión diciendo: Padre, yo no me confieso por la simple razón que no cometo pecados. El sacerdote, acostumbrado a este argumento en los largos años que llevaba ejerciendo su ministerio le respondió: siento pena por usted señor, pues, es verdad que existen personas que no pecan, pero yo conozco sólo dos tipos: aquellos que todavía no llegaron al uso de la razón, y aquellos que la perdieron.

Frente a esta respuesta ingeniosa del anciano párroco, creemos no tener necesidad de tratar en este artículo de si es propio del ser humano pecar, pues es evidente que cada uno de nosotros ha experimentado en algún momento el remordimiento o peso de conciencia por no haber hecho lo que debía en alguna circunstancia de la vida. Equivocarse es algo propio a nuestra naturaleza caída. Al abrir los ojos a la luz de la razón, el hombre se enfrenta a la toma de decisiones, que al no ser siempre bien resueltas, hacen experimentar el peso del error, del pecado.

Ahora, cuando nuestro alto personaje decía al sacerdote que él no cometía pecados, pensamos que de alguna manera su objeción más profunda no era tanto acerca del pecado en sí, sino más bien a la necesidad de ser confesados a alguien para ser perdonados.

¿por qué debo contarle a un hombre tan pecador como yo las cosas de mi intimidad? ¿Acaso no puedo reconciliarme con Dios directamente, en lo íntimo de mi corazón?

La confesión oral como condición relativa

Podría cuestionarse como las personas, que por diversas razones no pueden expresarse oralmente ante un confesor pueden beneficiarse del sacramento. Debemos decir que esto ya ha sido respondido por diversos teólogos, quienes apoyándose en el magisterio, concluyen ser esta una concesión de la Iglesia “que no debe entenderse de modo absoluto y material, sino relativo y formal (modo humano), según las condiciones físicas y morales del sujeto [Cfr. Dionisio Borobio. El sacramento de la Reconciliación Penitencial. Ed. Sígueme, Salamanca, 2006. , 307]. Entretanto, no se trata de que cada individuo determine si está en condiciones o no de confesarse oralmente, sino que existen una serie de concesiones a quienes particularmente están impedidos (como es el caso de los sordomudos por citar uno de tantos otros ejemplos).

En condiciones normales, la Iglesia es bien clara cuando afirma: “la confesión individual e integra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia” (Juan Pablo II. Carta apostólica Misericordia Dei, 1.a.).

Esta obligación no la pone la Iglesia porque quiere entrometerse y dirigir la vida de sus seguidores, sino que como madre quiere responder a una necesidad vital del hombre. ¿Cuál es esa necesidad? Es la que veremos a continuación.

La confesión oral y su implicancia antropológica

El hombre, constituido de cuerpo y alma, necesita por su naturaleza liberarse de alguna manera material de aquello que lo atormenta en su interioridad. Esto es algo que se  puede ver como una expresión en las más variadas costumbres culturales, donde los ‘ritos de expiación’ en los pueblos antiguos cuando se había generado un estado de enemistad entre la comunidad y la divinidad. Si se cometía una falta, el dios del clan era aplacado por la confesión del propio pecado, seguida de una ofrenda a los difuntos, que expiaba la ofensa. De ahí que, desde la perspectiva de la antropología cultural, la confesión era, ante todo, una actitud humana liberadora. Confesar el pecado quería decir separarse, sacar fuera de uno mismo aquello que causaba el mal que se padecía (Cfr. Félix M. Arocena, Scripta Theologica sep-dic2009, Vol. 41 Issue 3, p745-783).

En la Iglesia, esta actitud liberadora se completa agregando el bálsamo regenerador de los efectos de la preciosa sangre derramada por Jesús en el Calvario, que con la absolución proferida por los labios del sacerdote borra la culpa de la ofensa. Pero para esto, repetimos, en los casos normales es necesaria esa declaración oral e individual.

Tribunal de misericordia: carácter medicinal de la confesión

“La confesión es un acto por el que se descubre la enfermedad oculta con la esperanza del perdón” (Tomás de Aquino,SummaTheológicaSuppl., q. VII, a. 1 co). Santo Tomás nos muestra aquí un aspecto de la confesión oral que junto con el aspecto judicial, pastoral y paternal del sacramento de la penitencia completa esta necesidad de confesarse: el carácter medicinal del sacramento. El pecador cuando peca se asemeja al enfermo con su enfermedad. Para el sacerdote, ministro del perdón, al igual que el médico, le es imposible recetar la medicina adecuada si el paciente no revela los síntomas de su enfermedad. San Jerónimo decía que si el enfermo se avergüenza de descubrir la llaga al médico, difícilmente este lo podrá curar, pues ‘la medicina no cura lo que ignora’.

Así también se refiere el magisterio de la Iglesia a este aspecto del sacramento: “Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto el Sacramento implica, por parte del penitente, la acusación sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación), sino inherente a la naturaleza misma del Sacramento”[Juan Pablo II. Exhortación apostólica Reconciliatio et Poenitentiae. 31, II].

 

 

La confesión regular, para el progreso espiritual

Ya que estamos analizando la confesión oral en su carácter medicinal, no podemos dejar de mencionar algo sobre el beneficio que esta nos trae cuando es regular.

De la misma manera que catalogaríamos de negligente aquel que sólo acude al médico cuando está en un estado avanzado de enfermedad, al borde de la muerte, así también podríamos pensar de aquellos que pretenden acercarse a la confesionario sólo cuando estén en una situación de pecado mortal, ya habiendo perdido la amistad con Dios.

“La cualidad terapéutica de la Penitencia recomienda también el recurso al sacramento para los pecados veniales, justificado por la experiencia multisecular de la Iglesia como cauce idóneo para intensificar la conversión permanente del cristiano (CCE 1458). El bautizado que confiesa sus faltas y pecados veniales de forma asidua recibe de modo personal y, desde el discernimiento del ministro, el aliento oportuno que purifica y enciende una vida cristiana que no ha conocido quiebra” [Félix M. Arocena, ScriptaTheologica sep-dic2009, Vol. 41 Issue 3, p745-783.14]. : “Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (Cf. Cc. de Trento: DS 1680; ?CIC 988,2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1458. Ed. San Pablo, Bogotá (2000), 500)

Fuente: Gaudium Press

Por qué Octubre es el mes del Rosario

¡Mar de Lepanto! Una inmensa batalla entre católicos y turcos se desarrolla. El entrechoque de las embarcaciones recuerda la conflagración final, cuando la bóveda celestial se enrrollará cual pergamino. Era el día 7 de octubre de 1571. Si los católicos perdiesen la batalla la Cristiandad sería sumergida por las huestes de Mahoma. La religión católica habría desaparecido para siempre.

A leguas de distancia, en Roma, San Pío V imploraba el auxilio divino, por intercesión de la Madre de la Iglesia. Inspirado, el santo Papa pide al pueblo romano que rece el Rosario por la victoria de sus hermanos.

En determinado momento, mientras despachaba asuntos urgentes, pero con su atención toda colocada en el peligro que corría la Cristiandad, aquel venerable anciano interrumpe los trabajos bruscamente y se dirige a la ventana. Los circunstantes quedan perplejos, no comprenden la actitud. Reina el silencio por breve espacio de tiempo, roto por la afirmación aún más misteriosa del Pontífice: ¡vencemos en Lepanto!

Manda reunir a los fieles y preparar la conmemoración por la milagrosa victoria de Don Juan de Austria, comandante de la flota. Una solemne procesión tiene lugar en las calles de la Ciudad Eterna. Días más tarde, llegan los emisarios de la escuadra trayendo la noticia ya antes anunciada por los Ángeles. Poco después estaba instituida la fiesta de Nuestra Señora de las Victorias en el día 7 de octubre.

Un año más tarde, Gregorio XIII cambió el nombre para fiesta de Nuestra Señora del Rosario, y determinó que fuese celebrada en el primer domingo de octubre (día en que se venció la batalla en Lepanto). Actualmente la fiesta es celebrada en el día 7 de octubre.

fuente: Gaudium Press

Santos Ángeles Custodios

Mucho antes que las definiciones teológicas de los últimos siglos, la enseñanza sobre los ángeles encuentra su fundamento en la autoridad de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia. Tanto en el Antiguo como el Nue­vo Testamento hay numerosos pasajes que muestran a los ángeles en la ta­rea de proteger y guiar a los hombres o sirviendo como mensajeros de Dios. El versículo 11 del Salmo 90 mencio­na claramente a los ángeles de la guar­da: “Él te encomendó a sus ángeles pa­ra que te cuiden en todos tus caminos” .

Si en algunas ocasiones los encarga­dos de misiones en la tierra son ángeles de la más alta jerarquía celestial –los casos de san Gabriel y san Rafael–, en muchas otras se trata de una actuación del ángel guardián de la persona invo­lucrada, aunque la Biblia no lo mencio­na específicamente. Esa es la impre­sión que deja, por ejemplo, la lectura del profeta Daniel, salvado de las fie­ras hambrientas en la cárcel, cuando declara ante el rey Darío: “Mi Dios ha enviado a su ángel, que ha cerrado la bo­ca de los leones para que no me hiciesen mal” (Dn6,   22). Del mismo modo, en los Hechos de los Apóstoles vemos a san Pedro liberado de la prisión por un ángel (Cf. Hch12, 1-11).

Nuestro Señor hace una referencia muy clara a los ángeles de la guarda cuando dice: “Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Pa­dre que está en los cielos” (Mt18, 10).

San Pablo, en la Epístola a los He­breos, enseña que todos los ángeles son espíritus al servicio de Dios, quien les confía misiones a favor de los herederos de la salvación eterna (Cf. Heb1, 14).

Los Padres de la Iglesia

Siguiendo la huella de las Sagra­das Escrituras, la mayoría de los Pa­dres de la Iglesia habla de los ángeles como custodios del hombre. San Ba­silio Magno declara en la obra Adver­sus Eunomium “Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor, para conducirlo a la vida”.

En el siglo II, Hermas, en la obra “El Pastor”, dice que todo hombre posee un ángel de la guarda que lo inspira y aconseja para practicar la justicia y huir del mal. En el siglo III la creencia en los ángeles custodios echaba raíces en el espíritu cristiano, tanto que Orígenes le dedica varios pasajes, y sobre la misma materia encontramos hermosos textos de san Basilio, san Hilario de Poitiers, san Gregorio Nacianceno, san Grego­rio de Nisa, san Cirilo de Alejandría, san Jerónimo. Todos ellos enseñan que: el ángel custodio preside las oraciones de los fieles, ofreciéndolas a Dios por medio de Cristo; como nuestro guía, le pide a Dios que nos libre de los peligros y nos lleve a la bienaventuranza; es co­mo un escudo que nos rodea y protege; es un preceptor que nos enseña el culto y la adoración; nuestra dignidad es más grande por disponer de un ángel pro­tector desde el nacimiento.

Los ángeles, en relación a nosotros, son como hermanos mayores, encargados por el Padre común para conducirnos rumbo a la Patria Celeste. Tienen la misión de guiarnos y de apartar de nosotros, en misteriosa medida, los obstáculos del camino. Su “custodia” no consiste en asistirnos y defendernos como lo haría un subalterno, sino en una especie de tutela protectora que se adapta a nuestra libertad humana y que será tanto más eficaz cuanto más nos apoyemos en ella con confianza y buena voluntad.

La principal ocupación del ángel de la guarda, nos dice Santo Tomás, es iluminar nuestra inteligencia: “La guarda de los ángeles tiene como último y principal efecto la iluminación doctrinal” (Suma Teológica I, 113, 2).

El Catecismo de la Iglesia Católi­ca se refiere a la misión del ángel de la guarda con nosotros: “Desde la infan­cia a la muerte, la vida humana está ro­deada de su custodia y de su intercesión” (n. 336); y el Papa Juan Pablo II, en la Audiencia General del 6 de agosto de 1986, acentúa que “la Iglesia confiesa su fe en los ángeles custodios, venerándolos en la liturgia con una fiesta especial, y re­comendando que se recurra a su protec­ción con una oración frecuente, como la invocación ‘Ángel del Señor’.”

Oración al Ángel de la Guarda

Ángel de la Guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, no me dejes solo, que me perdería. Hasta que me pongas en paz y alegría, con todos los santos, Jesús, José y María.

 

Para saber más

Consuelo en San Martín Jilotepque, Guatemala

El 9 de septiembre 2013, en San Martín Jilotepeque, Guatemala, un bus de pasajeros sufrió un terrible accidente, cayendo a una hondonada en el kilómetro 64 de la ruta hacia la cabecera departamental.
Los Heraldos del Evangelio, fueron invitados por el Padre Delfino López (párroco de San Martín Jilotepeque), para participar en las actividades programadas por cumplirse 9 días del trágico accidente, en el cual, fallecieron 48 personas y hasta el día 18 de septiembre, la cifra era de 54 fallecidos. Los Heraldos del Evangelio llevaron la imagen del Inmaculado Corazón de Maria de Fátima, al llegar al lugar, la Imagen de Nuestra Señora como también el Patrono del lugar (San Martín), familiares y pobladores se acercaron lo más posible al sitio del percance, como un acto simbólico de fraternidad y consternación ante la tragedia.
Al llegar al lugar del accidente, el Padre Delfino (párroco del lugar) rezó el Responsum y luego, bendijo la placa en la base de una cruz que será colocada, que contiene los nombres de los fallecidos y Los Heraldos del Evangelio, con autorización del Padre Delfino, dejaron una medalla de la Virgen de Fátima, como símbolo de unión de fe y esperanza a los deudos.
Se continuó con La Santa Misa, celebrada por el Padre Delfino, la Homilía estuvo a cargo del Padre Javier Pérez, EP (Heraldos del Evangelio). Las Imágenes de Nuestra Señora y el patrono del lugar, fueron colocados juntos en el altar improvisado en el sitio del siniestro.
Seguidamente, tuvo lugar la procesión hacia la Parroquia de San Martín. El recorrido de la procesión fue de aproximadamente 8 Km. A pesar del largo tramo de la procesión, las personas se mostraban fuertes y perseverantes, trataban de cargar la imagen de Nuestra Señora, una y otra vez.
Se recorrió parte del pueblo hasta llegar a la Iglesia Parroquial y se ingresó a esta de manera muy solemne y respetuosa. La cantidad de personas sobrepasó la capacidad de la del templo, por lo que muchos quedaron a las afueras de la misma, escuchando a través de un equipo que auxilio el sonido durante el evento.
El Padre Delfino dio la bendición y agradecimiento a todos los participantes y colaboradores, exhortando a la reflexión y a guardar nuestras almas en gracia de Dios.
Familiares de algunas de las victimas fallecidas, se acercaron al Padre Javier para agradecer las gracias recibidas por la Imagen de Nuestra Madre Santísima y la participación de los Heraldos del Evangelio.

Letanías a Santa Teresita del Niño Jesús

Letanías a Santa Teresita del Niño Jesús

Santa Teresita del Niño Jesús, ruega por nosotros

Señor ten piedad de nosotros,

R/. Por las lágrimas de María, vuestra Hija poderosísima.

Jesucristo, ten piedad de nosotros.

R/. Por las lágrimas de María, vuestra Madre amadísima,

Señor ten piedad de nosotros,

R/. Por las lágrimas de María, tu Esposa amorosísima y misericordiosísima.

 

Santa María, ruega por nosotros

Santa Teresita del Niño Jesús, ruega por nosotros

Ángel de inocencia, ruega por nosotros

Alegría de tus padres, ruega por nosotros

Modelo de la infancia, ruega por nosotros

Esposa de Jesucristo, ruega por nosotros

Espejo de los que hacen la Primera Comunión, ruega por nosotros

Devotísima del santo escapulario, ruega por nosotros

Fidelísima a la regla Carmelitana, ruega por nosotros

Ejemplo de pobreza, ruega por nosotros

Ejemplo de castidad, ruega por nosotros

Ejemplo de obediencia, ruega por nosotros

Ejemplo de la vida monástica, ruega por nosotros

Aurora de renovación de la vida espiritual, ruega por nosotros

Guía seguro de las almas, ruega por nosotros

Que prometiste una lluvia de rosas, ruega por nosotros

V/. Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo,

R/. Perdónanos, Señor.

V/. Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo,

R/. Escúchanos, Señor

V/. Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo,

R/. Ten piedad de nosotros.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria (tres veces).

V/. Ruega por nosotros, Santa Teresita del Niño Jesús.

R/. Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Cristo.

Oremos: ¡Oh Dios que te dignaste designar a tu sierva Santa Teresita del Niño Jesús, como ejemplo para nosotros, concédenos la gracia de imitarla y de, por su intercesión, alcanzar lo que te pedimos!

¡Oh Corazón Sapiencial e Inmaculado de María que abrasaste con el fuego de tu amor el alma de Santa Teresita del Niño Jesús, concédenos la gracia de amarte y de hacerte amar siempre! Amén.