“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”. (Apocalipsis 3, 20)
De las frases más conmovedoras y que llenan espiritualmente, se encuentra en el capítulo 3 versículo 20 del libro del Apocalipsis.
Nuestro Señor Jesucristo, se presenta diciendo “he aquí, yo estoy a la puerta y llamo”. Nuestro Señor es el que toma la iniciativa, para hablarnos de un “llamado”. Dios tiene un llamado diferente para cada uno. Para algunos será la vida de religioso, otros la vida matrimonial. A unos les estará llamando para abandonar una mala vida, un pecado, un vicio. A otros les llama, para decirles que tengan confianza en Él. A otros les llamará para que vuelvan a la vida sacramental, a la confesión. A todos nos llama para que nos dejemos amar por Él.
“Si alguno oye mi voz”. Es ahí el problema. Pues Dios llama a cada uno en particular. El problema que podemos encontrar, es que por el exceso de ruido que hay en nuestras almas no oigamos, o simplemente oímos y por comodidad preferimos no abrir, con el pretexto de decir mañana te abriré; alegamos mil pretextos para que la entrada de Nuestro Señor Jesucristo sea más tardía. Además podemos encontrar otro problema, y está en que no conocemos de Quién proviene la voz; a veces nos encontramos perdidos, en busca de algo que nos llene, que nos conforte, buscamos en el mundo, en el placer, en el dinero, en la comodidad y nunca encontramos. Si supiéramos que la respuesta que buscamos está tocando a la puerta de nuestro corazón; y Ésa persona es Nuestro Señor Jesucristo.
“Y abre la puerta”. No basta con sólo oír. Se cumplen las palabras de Nuestro Señor, – no sólo el que dice Señor, Señor se salvará -, por tanto el abrir la puerta significa expulsar primero lo que en nuestras vidas nos ata al pecado, nos tenga amarrados a una vida de mediocridad y tibieza. Y después de expulsar eso de nuestras almas, es dar el espacio de entrada a nuestro Redentor y Salvador. No podemos servir a dos señores. Llevar una doble vida, en la que decimos creo en Dios y no hago mal a nadie, y llevamos una vida de pecado, caemos en hipocresía, pues no estamos siendo consecuentes con nuestra fe; pues no puedo amar a Dios si no cumplo los 10 mandamientos, y no puedo amar al prójimo sino no busco primero la salvación de mi propia alma.
Algunas estampas devotas, muestran a Nuestro Señor Jesucristo tocando una puerta; y es curioso ver un detalle que tiene un significado grande; en la puerta no hay cerrojo por fuera, sólo por dentro; con ellos comprendemos la libertad que Dios nos concede, nosotros somos los únicos que tenemos la llave para dejar entrar o dejar fuera a Nuestro Señor; es la educación de Dios.
Pobre de nosotros si cerramos nuestra puerta a Dios, pues con ese acto nosotros mismos nos estamos también cerrando las puertas del cielo. Y el día de nuestro juicio, Dios nos juzgará no por si sólo oímos su voz, pues evidente que en algún momento de nuestra vida la oímos; nos juzgará por si respondimos a ese llamado que nos hizo y le abrimos la puerta.
“Entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”. Esta es la dulce recompensa de dejar entrar a este Divino transeúnte, que busca no solo entrar en nuestras vidas sino compartir. El momento más tierno e importante para una familia, es el reunirse en torno a la mesa a compartir los alimentos, por eso Nuestro Señor habla de cenar, en esta Divina comunión: Él conmigo y yo con Él.