Miércoles de Ceniza: Acuérdate que eres polvo…

El inicio de la Cuaresma está marcado por un ritual sencillo, aunque de gran profundidad: la imposición de la ceniza como signo de la verdadera penitencia del corazón.

Como ya hemos considerado en anteriores ocasiones, la riquísima liturgia de la Iglesia nos guía sabiamente a lo largo del año, para que obtengamos en cada momento un provecho espiritual determinado. Y uno de los períodos en que esto ocurre con más intensidad es en la Cuaresma, “tiempo favorable” para la conversión (cf. 2 Co 6, 2).

Durante seis semanas, la gracia nos invita a un sincero cambio de corazón. El ayuno, la oración y la limosna son signos sensibles de la penitencia con los que nos preparamos para celebrar el acontecimiento central de la historia de la Salvación: la Resurrección del Señor, celebrada el Domingo de Pascua.

Un rito único y emocionante

Las lecturas de la Misa de ese día han sido escogidas por la Iglesia para preparar a los fieles en la perspectiva del tiempo que comienza. La profecía de Joel convoca al pueblo de Israel a la penitencia como medio de atraer la misericordia del Señor (Jl 2, 12-18). Después de los versículos del Miserere , salmo penitencial por excelencia (Sal 50), el Apóstol nos invita a la reconciliación con Dios (2 Co 5, 20; 6, 2). Finalmente, en el Evangelio, el Señor nos enseña el verdadero sentido de la oración, del ayuno y de la limosna (Mt 6, 1-6.16-18) que durante este período realizaremos.

Tras la Liturgia de la Palabra, los fieles participan en un rito único y emocionante. El sacerdote bendice la ceniza y cada uno de los presentes se acerca para recibirla en forma de cruz en la cabeza, permaneciendo el resto del día con la marca de Cristo trazada sobre su frente. ¿Cuál es el origen y sentido de esta ceremonia? Lo veremos a continuación.

La ceniza como signo de penitencia

Elocuente imagen de la fragilidad humana y de la futilidad de los bienes de este mundo, la ceniza ha sido desde los tiempos más antiguos un signo de luto y de dolor, incluso fuera del ámbito del Pueblo Elegido. Para éste, simbolizaba la penitencia o la humillación del hombre ante Dios. Las páginas de la Historia Sagrada están llenas de episodios donde los hebreos se sirven de la ceniza, antes de pedir el auxilio de la omnipotencia divina, para reconocer la nada de la naturaleza humana frente a los designios del Altísimo.

Así, por ejemplo, cuando el impío Amán se disponía a eliminar a los israelitas del imperio persa, Mardoqueo se cubrió de ceniza (cf. Est 4, 1), mientras muchos de ellos “se acostaron sobre saco y ceniza” (Est 4, 3). Y, convencida por su tío de la necesidad de presentarse ante el rey Asuero para implorarle la revocación del decreto, Ester pasó tres días en ayuno y oración y “echó sobre su cabeza ceniza” (Est 14, 2) a fin de pedir el auxilio de Dios antes de encontrarse con el tirano.

Casos similares se encuentran en abundancia en las páginas del Antiguo Testamento. Daniel suplica a Dios clemencia para Israel en el destierro, “con ayuno, saco y ceniza” (Dn 9, 3); Job se retracta y se arrepiente “echado en el polvo y la ceniza” (Jb 42, 6); el rey de Nínive, un pagano, sensibilizado con la predicación del profeta Jonás que anunciaba la destrucción de la ciudad, “se sentó sobre cenizas” (Jon 3, 6) e hizo penitencia junto con todos sus súbditos, obteniendo de Dios la abolición de la pena decretada contra ellos. Y así otros muchos.

En el Nuevo Testamento, el mismo Jesucristo es quien indica el valor de la ceniza como elemento penitencial cuando increpa a Corozaín y Betsaida diciendo que “si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza” (Mt 11, 21).

Desde los primeros tiempos del cristianismo

Desde los primeros tiempos de la Era de la Gracia los cristianos adoptaron esa forma de manifestar la contrición y el dolor, como lo demuestran numerosos documentos (1). Y con el tiempo el uso de la ceniza fue incorporado al rito penitencial público mediante el cual era administrado, al comienzo de la Cuaresma, el sacramento de la Reconciliación.

Consta que en Roma, por ejemplo, ese rito se celebraba, ya en el siglo VII, el miércoles anterior al primer domingo de Cuaresma. En los casos de faltas graves y públicas, el confesor envolvía al penitente con un vestido ordinario de saco, que cubría de ceniza, para después expulsarlo del templo con estas palabras: “Memento homo quia pulvis es et in pulverem reverteris: age pænitentiam ut habeas vitam æternam — Acuérdate, hombre, de que eres polvo y al polvo volverás; haz penitencia para que tengas vida eterna”.

Poco después, el pecador salía hacia sitios alejados, monasterios fuera de la ciudad o, en ciertos casos, su propia casa, donde debía hacer penitencia durante toda la Cuaresma, y sólo sería readmitido en la comunidad el Jueves Santo (2).

Con el paso del tiempo fue creciendo el número de fieles que se asociaban a esos ritos de penitencia de forma espontánea, deseando, movidos por la devoción, recibir las mismas cenizas con que eran cubiertos los pecadores arrepentidos. Y cuando la progresiva suavización de las formas de penitencia pública y la evolución del sacramento de la Reconciliación hasta su forma actual hizo desaparecer esa severa ceremonia disciplinar, el rito de la ceniza, sumado al ayuno más riguroso de ese día, se mantuvieron como manifestación penitencial del inicio de la Cuaresma.

De manera que en el siglo XI la imposición de la ceniza, antiguamente reservada a los pecadores públicos, se volvió obligatoria para laicos y clérigos (3).

La imposición de la ceniza, hoy

La reforma litúrgica conciliar introdujo la ceremonia de imposición de la ceniza en el seno de la Celebración Eucarística de ese día, aunque en caso de necesidad se pueda administrar fuera de la Misa, durante una Liturgia de la Palabra.

Según una costumbre iniciada en el siglo XII (4), la ceniza impuesta a los fieles en ese día es obtenida por la combustión de los ramos de olivo bendecidos en el Domingo de Ramos del año precedente. Esto resalta aún más la futilidad de las glorias de este mundo, volátiles como la ceniza que el viento lleva y efímeras como las alabanzas dadas al Salvador al entrar en Jerusalén, que después se transformaron en gritos de condenación.

Cuando nos acercamos al sacerdote para recibir la ceniza, éste traza sobre nuestra frente de forma visible el signo de la Redención, pues no debemos ocultar ante el mundo nuestra fe cristiana, ni debemos sentir vergüenza de reconocer nuestra necesidad de conversión. Y, mientras el ministro de Dios la impone, dice una de estas dos frases bíblicas: “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Gn 3, 19), o bien, “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).

La primera recuerda la caducidad de nuestra naturaleza humana, tan bien simbolizada por el polvo y la ceniza, fin implacable de nuestros cuerpos mortales. Con ella, la Liturgia eleva nuestras miras hacia la eternidad, fortaleciéndonos en la “convicción de que nada en este mundo tiene valor, a no ser que se refiera a la vida sobrenatural, y de que estamos aquí para atesorar valores eternos, y no los que son comidos por la tierra” (5).

La segunda realza la apremiante necesidad de la verdadera conversión, advertencia que nos será repetida muchas veces a lo largo del período cuaresmal.

Un sacramental de gran valor

La ceremonia de bendición e imposición de la ceniza no debe ser vista sólo como una bonita manifestación de fe que echa sus raíces en antiguos tiempos. Más allá de su valor simbólico e histórico, es un sacramental mediante el cual la Santa Iglesia intercede ante su divino Esposo por los fieles que se acogen a esa ceremonia e implora para ellos gracias de penitencia y conversión.

Así, cuando al imponer la ceniza el sacerdote le pide que Dios derrame su bendición sobre los que van a recibirla de modo que “fieles a las prácticas cuaresmales, puedan llegar, con el corazón limpio, a la celebración del misterio pascual” (6) —o para que el Señor conceda “por medio de las prácticas cuaresmales, el perdón de los pecados para poder alcanzar la vida nueva”— (7), debemos tener la certeza de que al recibir en nuestra frente la ceniza hecha sagrada, Dios fortalecerá con su gracia los buenos propósitos para este período de penitencia.

Con la ceniza, símbolo de la muerte, a lo largo del camino cuaresmal, moriremos al pecado con Cristo y, limpios de nuestras faltas, resucitaremos con Él, fortalecidos para la vida nueva de la gracia, tan bien simbolizada por las aguas regeneradoras con las que seremos rociados en la Vigilia Pascual.

Aprovechemos este poderoso auxilio que Dios pone a nuestro alcance y no tengamos miedo de hacer propósitos osados que nos lleven a un efectivo cambio de vida. ¡Cómo deberíamos sentirnos estimulados, ante esta convicción, a hacer un cuidadoso examen de conciencia con miras a una buena confesión! Estando la Santa Iglesia rezando por nosotros, no nos faltará el auxilio necesario para llegar al glorioso día de la Resurrección del Señor con un alma enteramente limpia y renovada.

P. Ignacio Montojo, EP.

1 Cf. LECLERCQ, Henri. Cendres. In: CABROL, Fernand; LECLERCQ, Henri (Org.). Dictionnaire d’arquéologie chrétienne et de liturgie . París: Letouzey et Ané, 1925, t. II, 2, col. 3039-40.
2 Cf. GARRIDO BOÑANO, OSB, Manuel. Curso de Liturgia Romana. Madrid: BAC, 1961, p. 460; COELHO, OSB, Antonio. Curso de Liturgia Romana. Braga: Pax, 1941, v. I, p. 84.
3 Cf. ABAD IBÁÑEZ, José Antonio. La celebración del misterio cristiano. 2.ª ed. Pamplona: EUNSA, 2000, p. 543; ABAD IBÁÑEZ, José Antonio, GARRIDO BOÑANO, OSB, Manuel. Iniciación a la liturgia de la Iglesia. 2.ª ed. Palabra: Madrid, 1997, p. 702; GARRIDO BOÑANO, op. cit., p. 460; COELHO, op. cit., p. 84.
4 Cf. ABAD IBÁÑEZ, op. cit., p. 543.
5 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Conferencia . São Paulo, 13/2/2002.
6 MIÉRCOLES DE CENIZA. Bendición e imposición de la ceniza. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditares Litúrgicos, 2001, p. 185.
7 Cf. Ídem, p. 186.