Santa Inés, aquella que se mantiene pura

Siendo aún adolescente, ofreció en Roma el supremo testimonio de la fe, consagrando con el martirio el título de la castidad. Obtuvo victoria sobre su edad y sobre el tirano, suscitó una gran admiración ante el pueblo y adquirió una mayor gloria ante el Señor. Su nombre es de origen griego y significa aquella que mantiene pura. Hoy se celebra el día de su sepultura. S III/IV

Hay muy buenos documentos sobre la existencia de esta mártir que vivió a comienzos del siglo IV y que fue martirizada a los doce años, durante la feroz persecución de Diocleciano.

Alrededor de su imagen de pureza y de constancia en la fe, la leyenda ha tejido un acontecimiento que tiene el mismo origen de la historia de otras jóvenes mártires: Agata, Lucia, Cecilia, que también encuentran lugar en el Canon Romano de la Misa. Según la leyenda popular, fue el mismo hijo del prefecto de Roma el que atentó contra la pureza de Inés. Al ser rechazado, él la denunció como cristiana, y el prefecto Sinfronio la hizo exponer en una casa de mala vida por haberse negado a rendirle culto a la diosa Vesta. Pero Inés salió prodigiosamente intacta de esa difamante condena, porque el único hombre que se atrevió a acercarse a ella cayó muerto a sus pies.

No tenía edad para ser condenada, pero estaba ya madura para la victoria

ofrecemos a nuestros lectores Del tratado de san Ambrosio, obispo, sobre las vírgenes que se lee hoy en la segunda lectura del Oficio Divino.

“Celebramos hoy el nacimiento para el cielo de una virgen, imitemos su integridad; se trata también de una mártir, ofrezcamos el sacrificio. Es el día natalicio de santa Inés. Sabemos por tradición que murió mártir a los doce años de edad. Destaca en su martirio, por una parte, la crueldad que no se detuvo ni ante una edad tan tierna; por otra, la fortaleza que infunde la fe, capaz de dar testimonio en la persona de una jovencita.

¿Es que en aquel cuerpo tan pequeño cabía herida alguna? Y, con todo, aunque en ella no encontraba la espada donde descargar su golpe, fue ella capaz de vencer a la espada. Y eso que a esta edad las niñas no pueden soportar ni la severidad del rostro de sus padres, y si distraídamente se pican con una aguja, se ponen a llorar como si se tratara de una herida.

Pero ella, impávida entre las sangrientas manos del verdugo, inalterable al ser arrastrada por pesadas y chirriantes cadenas, ofrece todo su cuerpo a la espada del enfurecido soldado, ignorante aún de lo que es la muerte, pero dispuesta a sufrirla; al ser arrastrada por la fuerza al altar idolátrico, entre las llamas tendía hacia Cristo sus manos, y así, en medio de la sacrílega hoguera, significaba con esta posición el estandarte triunfal de la victoria del Señor; intentaban aherrojar su cuello y sus manos con grilletes de hierro, pero sus miembros resultaban demasiado pequeños para quedar encerrados en ellos.

¿Una nueva clase de martirio? No tenía aún edad de ser condenada, pero estaba ya madura para la victoria; la lucha se presentaba difícil, la corona fácil; lo que parecía imposible por su poca edad lo hizo posible su virtud consumada. Una recién casada no iría al tálamo nupcial con la alegría con que iba esta doncella al lugar del suplicio, con prisa y contenta de su suerte, adornada su cabeza no con rizos, sino con el mismo Cristo, coronada no de flores, sino de virtudes.

Todos lloraban, menos ella. Todos se admiraban de que con tanta generosidad entregara una vida de la que aún no había comenzado a gozar, como si ya la hubiese vivido plenamente. Todos se asombraban de que fuera ya testigo de Cristo una niña que, por su edad, no podía aún dar testimonio de sí misma. Resultó así que fue capaz de dar fe de las cosas de Dios una niña que era incapaz legalmente de dar fe de las cosas humanas, porque el Autor de la naturaleza puede hacer que sean superadas las leyes naturales.

El verdugo hizo lo posible para aterrorizarla, para atraerla con halagos, muchos desearon casarse con ella. Pero ella dijo:

«Sería una injuria para mi Esposo esperar a ver si me gusta otro; él me ha elegido primero, él me tendrá. ¿A qué esperas, verdugo, para asestar el golpe? Perezca el cuerpo que puede ser amado con unos ojos a los que yo no quiero».

Se detuvo, oró, doblegó la cerviz. Hubieras visto cómo temblaba el verdugo, como si fuese él el condenado; como temblaba su diestra al ir a dar el golpe, cómo palidecían los rostros al ver lo que le iba a suceder a la niña, mientras ella se mantenía serena. En una sola víctima tuvo lugar un doble martirio: el de la castidad y el de la fe. Permaneció virgen y obtuvo la gloria del martirio”.

Milagro Eucarístico de Alboraya

Aquel día de julio de 1348 llovía a cántaros en Alboraya, poblado de la región de Valencia (España). Numerosos relámpagos, seguidos de truenos aterradores, acentuaban el peligro del fuerte aguacero. Sentado junto a la ventana, el párroco preparaba el sermón de la misa dominical, confiado en que la inclemencia del tiempo lo libraría de interrupciones.

Por esto mismo, no fue pequeña su sorpresa al ver que el molinero de Almácera, la aldea vecina, se acercaba a toda carrera:

–¿Qué pasa, hijo mío?

–¡Padre, lo necesitamos con urgencia! ¡Un pobre enfermo de Almácera está muy mal y ruega que le den el Santo Viático!

El párroco titubeó un momento. Salir con el Santísimo Sacramento bajo aquella tempestad desatada parecía un acto de gran imprudencia; pero su corazón sacerdotal amante de la Eucaristía no podía dejar morir a un parroquiano sin ese consuelo en la hora decisiva, y respondió con aplomo:

–¡Vamos, hijo mío!

Se revistió con sobrepelliz y estola, montó en la mula traída por el molinero y lo siguió a casa del agonizante.

Para llegar hasta Almácera era necesario vadear un pequeño río llama llamado Carraixet. Si la travesía era incómoda en condiciones normales, en época de lluvias llegaba a ser francamente peligrosa.

No obstante, lograron pasar sin gran esfuerzo y llegaron a tiempo para oír en confesión al feligrés moribundo y darle el Santísimo Sacramento.

Pero a la vuelta esperaba el Carraixet desbordado. La impetuosa corriente derribó al sacerdote de la mula, el copón se escapó de sus manos y fue tragado por las aguas, ¡todavía con tres Hostias consagradas!

Al párroco de Alboraya no le faltaba energía ni valor. Se lanzó al torrente para recuperar el copón, pero fue en vano. La noticia del accidente se divulgó con rapidez y muchos campesinos de los alrededores llegaron para ayudar al rescate. Tras una noche entera de búsqueda, el copón fue encontrado al alba vacío y destapado.

Llenos de fe y de amor al Señor Sacramentado, aquellos campesinos no desmayaron; unos nadando y otros a lo largo de las orillas, prosiguieron la búsqueda hasta llegar a la desembocadura del río en el mar.

Ahí fueron testigos de un espléndido milagro: tres grandes peces bañados por una luz resplandeciente permanecían inmóviles en el tumulto de las aguas, levantando sus cabezas y sujetando cada uno en su boca una de las preciosísimas Hostias.

Los vecinos de Alboraya cayeron de rodillas y se quedaron en adoración al Santísimo Sacramento, mientras alguien corrió a comunicar la buena noticia al párroco. Éste no tardó en llegar vestido con sobrepelliz, estola y capa pluvial, seguido por una multitud de hombres, mujeres y niños. Entonces, los peces se acercaron a la orilla para depositar las tres Formas en las manos del sacerdote.

El párroco colocó las Hostias en un rico cáliz y se reunió con los fie­les, que cantaban himnos al Señor Sacramentado, y junto a ellos partió en procesión hacia la iglesia de Alboraya, donde celebró una solemne mi­sa en acción de gracias.

Seguidamente redactó un infor­me al obispo de Valencia, Mons. Hugo de Fenollet, sobre el prodi­gioso acontecimiento. El obispo mandó investigar la veracidad de los hechos mediante las declaracio­nes de los testigos ante el notario eclesiástico.

En memoria del milagro se edifi­caron dos capillas, una cerca del lu­gar en donde cayó el párroco y otra junto al mar. El copón recuperado del río fue obsequiado al obispo de Almácera.

En otro hermoso copón quedó grabada la escena de los tres peces tomando las santas Hostias, con la si­guiente inscripción:

Quis divina neget Panis Mysteria quando muto etiam piscis praedicat ore fidem? – “¿Quién negará de este Pan el Misterio, cuando un mudo pez nos predica la fe?”

Santos Ángeles Custodios

Mucho antes que las definiciones teológicas de los últimos siglos, la enseñanza sobre los ángeles encuentra su fundamento en la autoridad de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia. Tanto en el Antiguo como el Nue­vo Testamento hay numerosos pasajes que muestran a los ángeles en la ta­rea de proteger y guiar a los hombres o sirviendo como mensajeros de Dios. El versículo 11 del Salmo 90 mencio­na claramente a los ángeles de la guar­da: “Él te encomendó a sus ángeles pa­ra que te cuiden en todos tus caminos” .

Si en algunas ocasiones los encarga­dos de misiones en la tierra son ángeles de la más alta jerarquía celestial –los casos de san Gabriel y san Rafael–, en muchas otras se trata de una actuación del ángel guardián de la persona invo­lucrada, aunque la Biblia no lo mencio­na específicamente. Esa es la impre­sión que deja, por ejemplo, la lectura del profeta Daniel, salvado de las fie­ras hambrientas en la cárcel, cuando declara ante el rey Darío: “Mi Dios ha enviado a su ángel, que ha cerrado la bo­ca de los leones para que no me hiciesen mal” (Dn6,   22). Del mismo modo, en los Hechos de los Apóstoles vemos a san Pedro liberado de la prisión por un ángel (Cf. Hch12, 1-11).

Nuestro Señor hace una referencia muy clara a los ángeles de la guarda cuando dice: “Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Pa­dre que está en los cielos” (Mt18, 10).

San Pablo, en la Epístola a los He­breos, enseña que todos los ángeles son espíritus al servicio de Dios, quien les confía misiones a favor de los herederos de la salvación eterna (Cf. Heb1, 14).

Los Padres de la Iglesia

Siguiendo la huella de las Sagra­das Escrituras, la mayoría de los Pa­dres de la Iglesia habla de los ángeles como custodios del hombre. San Ba­silio Magno declara en la obra Adver­sus Eunomium “Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor, para conducirlo a la vida”.

En el siglo II, Hermas, en la obra “El Pastor”, dice que todo hombre posee un ángel de la guarda que lo inspira y aconseja para practicar la justicia y huir del mal. En el siglo III la creencia en los ángeles custodios echaba raíces en el espíritu cristiano, tanto que Orígenes le dedica varios pasajes, y sobre la misma materia encontramos hermosos textos de san Basilio, san Hilario de Poitiers, san Gregorio Nacianceno, san Grego­rio de Nisa, san Cirilo de Alejandría, san Jerónimo. Todos ellos enseñan que: el ángel custodio preside las oraciones de los fieles, ofreciéndolas a Dios por medio de Cristo; como nuestro guía, le pide a Dios que nos libre de los peligros y nos lleve a la bienaventuranza; es co­mo un escudo que nos rodea y protege; es un preceptor que nos enseña el culto y la adoración; nuestra dignidad es más grande por disponer de un ángel pro­tector desde el nacimiento.

Los ángeles, en relación a nosotros, son como hermanos mayores, encargados por el Padre común para conducirnos rumbo a la Patria Celeste. Tienen la misión de guiarnos y de apartar de nosotros, en misteriosa medida, los obstáculos del camino. Su “custodia” no consiste en asistirnos y defendernos como lo haría un subalterno, sino en una especie de tutela protectora que se adapta a nuestra libertad humana y que será tanto más eficaz cuanto más nos apoyemos en ella con confianza y buena voluntad.

La principal ocupación del ángel de la guarda, nos dice Santo Tomás, es iluminar nuestra inteligencia: “La guarda de los ángeles tiene como último y principal efecto la iluminación doctrinal” (Suma Teológica I, 113, 2).

El Catecismo de la Iglesia Católi­ca se refiere a la misión del ángel de la guarda con nosotros: “Desde la infan­cia a la muerte, la vida humana está ro­deada de su custodia y de su intercesión” (n. 336); y el Papa Juan Pablo II, en la Audiencia General del 6 de agosto de 1986, acentúa que “la Iglesia confiesa su fe en los ángeles custodios, venerándolos en la liturgia con una fiesta especial, y re­comendando que se recurra a su protec­ción con una oración frecuente, como la invocación ‘Ángel del Señor’.”

Oración al Ángel de la Guarda

Ángel de la Guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, no me dejes solo, que me perdería. Hasta que me pongas en paz y alegría, con todos los santos, Jesús, José y María.

 

Para saber más

Santa Teresita del Niño Jesús

En su corta existencia llegó a un elevado grado de santidad. Por sus inmensos deseos y su vida de sacrificios, fue misionera sin salir del convento y se convirtió en Patrona de las Misiones. Inauguró una nueva senda espiritual y fue proclamada Doctora de la Iglesia.

Era un 30 de septiembre de 1897. Cerca de las 16 horas, la comunidad del Carmelo de Lisieux, en Francia, se reunió en torno al lecho de una religiosa que, con tan sólo 24 años de edad, parecía entrar en agonía. A la hora del Ángelus, miró largamente a la Virgen de la Sonrisa, que siempre la había protegido en su breve existencia.

Sujetaba con firmeza el crucifijo. Notando que la enferma parecía tardar un poco más en esta tierra, la superiora dispensó a la comunidad. Pero enseguida sonó la campana de la enfermería y las religiosas regresaron a toda prisa, a tiempo para presenciar una sublime escena.

Con los ojos puestos en el crucifijo, la agonizante pronunció esta breve frase: “Dios mío… yo… ¡Te amo!”. Su semblante se iluminó, parecía estar en éxtasis. Durante algunos instantes, su mirada se posó un poco por debajo de la imagen de María que tenía en la cabecera. Después cerró los ojos y, con una sonrisa en los labios, entregó su alma al Creador.

Natividad de San Juan Bautista

La liturgia nos invita a celebrar la Natividad de San Juan Bautista, el único santo cuyo nacimiento se conmemora, porque marcó el inicio del cumplimiento de las promesas divinas: Juan es el “profeta”, identificado con Elías, que estaba destinado a preceder inmediatamente al Mesías a fin de preparar al pueblo de Israel para su venida (cf.  Mt 11, 14; 17, 10-13). Su fiesta nos recuerda que toda nuestra vida está siempre “en relación con” Cristo y se realiza acogiéndolo a él, Palabra, Luz y Esposo, de quien somos voces, lámparas y amigos (cf. Jn 1, 1. 23; 1, 7-8; 3, 29). “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30): estas palabras del Bautista constituyen un programa para todo cristiano. (Benedicto XVI, Ángelus, 25 de Junio de 2006)

Cinco siglos habían pasado sin que naciera el profeta en Israel. ¿Por qué? Porque la venida de aquél que los profetas habían anunciado estaba cerca.

Los tiempos se cumplieron. Jacob había previsto que el Mesías vendría cuando el cetro o el poder soberano saliesen de Judá. El pueblo de Judá no tenía más el poder soberano: residía ahora en manos del edomita Herodes, que lo recibió de los romanos.

Los romanos eran verdaderos señores. Pasaron cuatro imperios de Daniel a Jesucristo. El cuarto imperio, el de los romanos, se extendía sobre todos los pueblos. Después de largas y sangrientas guerras, reinaba la paz, una paz universal.

Estaba por venir el Dios de la paz. Todos lo esperaban. No solamente los judíos, también los gentiles. En esta expectativa general, eran sobre todo los justos que redoblaban las oraciones y votos.

El Profeta Simeón

                         El Profeta Simeón

Había otro hombre en Jerusalén. Se llamaba Simeón. Justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel. El Espíritu Santo, que vivía en él, le hizo saber que no vería la muerte antes de ver a Jesús, el Cristo.

En la misma esperanza, una santa viuda, Ana la profetiza, no abandonaba el templo, donde ayunaba y rezaba día y noche.

El sacerdote Zacarías, ofreciendo incienso delante del santuario, vio un ángel, el ángel que le anunció que sería padre del Precursor, profeta que predecería inmediatamente al Señor.

Zacarías dijo al ángel:

– ¿Cómo conoceré esto? Porque soy viejo, y mi mujer está avanzada en edad.

Respondiendo el ángel, le dijo:

– Yo soy Gabriel, que asisto delante de Dios; fui enviado para hablar y dar esta buena nueva. He aquí que quedarás mudo, y no podrás hablar hasta el día en que estas cosas sucedan, puesto que no creíste en mis palabras que se han de cumplir a su tiempo.

Y el pueblo, saliendo Zacarías del templo, observó que había ocurrido una misteriosa aparición. Y la esperanza de conocer en breve al Mesías nació en todos los corazones.

La misteriosa aparición de Zacarías comenzó a revelarse. Es que nació un hijo de Isabel. ¿Quién era aquel niño? De él se contaban historias maravillosas. Una virgen de Nazareth fue a saludar a la madre. El saludo lo estremeció de alegría en las entrañas maternales. Y la madre, llena del Espíritu Santo, profetizó de la virgen de Nazareth cosas extraordinarias.

¿Quién era ese niño? ¿Qué nombre le darían? No tendría el nombre del padre, Zacarías, que quiere decir “a quien Dios recuerda”, sino Juan, o sea, lleno de gracia. Y después que al padre se le liberó la lengua, profetizó diciendo:

“Bendito sea el Señor Dios de Israel, porque visitó y rescató a su pueblo; y suscitó una fuerza para salvarnos en la casa de su siervo David, conforme anunció por la boca de sus santos, de sus profetas, desde los tiempos antiguos; que nos libraría de nuestros enemigos, y de manos de todos los que nos odian; para ejercer su misericordia a favor de nuestros padres, y recordar su santa alianza, según el juramento que hizo a nuestro padre Abrahán, de concedernos que, libres de las manos de nuestros enemigos, lo sirvamos sin temor, caminando delante de él con santidad y justicia, durante todos los días de nuestras vidas”.

Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos; para dar a su pueblo el conocimiento de la salvación, para remisión de sus pecados, por las entrañas de la misericordia de nuestro Dios, gracias a que nos visitó de lo alto el Sol naciente. Para iluminar a los que se encuentran en las tinieblas y sombras de la muerte; para dirigir nuestros pasos en el camino de la paz”.

Ahora, el niño crecía y se fortificaba en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.

En ausencia de indicaciones exactas de parte de San Lucas, es difícil especificar la edad con que San Juan Bautista buscó el desierto. Es probable que, aunque joven, estaba el santo Precursor suficientemente apto para proveerse a si propio, lo que lleva a creer que contaba de diez a doce años. Los padres, naturalmente, ya habían fallecido.

¿Que vida llevaba San Juan en el desierto? Dice el Padre Buzy:

Es inútil demorarse en describir el tipo de vida del Precursor en el desierto…Es cierto que el precoz anacoreta vivió por cuenta de la divina Providencia.

Más adelante comenta:

Algunas hierbas en primavera, raíces, miel, frutas silvestres, fueron, en mayor o menor medida, las riquezas que poseía. Pero si el cuerpo era tratado con rigor, el alma se alimentaba abundantemente con los divinos festines de la oración y de la reflexión.

Y vino el ministerio de San Juan y el bautismo de Jesús.

En el año décimo quinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilatos gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y Felipe, su hermano, tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconite, y Lisanias tetrarca de Abilene, siendo pontífices Anás y Caifás, el Señor habló a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y él fue a la tierra del Jordán, predicando el bautismo de penitencia para la remisión de los pecados, como está escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías: Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Todo el valle será reconstruido, y todo monte y colina será arrasado, y los planes escabrosos; y todo hombre verá la salvación de Dios.

Decía Juan a las multitudes, que venían a ser bautizadas:

– Raza de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que os amenaza? Haced, por tanto, frutos dignos de penitencia, y no comencéis a decir: Tenemos a Abrahán por padre. Porque yo os digo que Dios es poderoso para suscitar de estas piedras hijos de Abrahán. Porque el hacha ya está puesta en la raíz de los árboles. Todo árbol que no de buen fruto, será cortado y lanzado al fuego.

Y las multitudes lo interrogaban diciendo:

– ¿Qué debemos hacer nosotros? Y les respondió diciendo:

– El que tiene dos túnicas, de una al que no tiene, y el que tiene que comer haga lo mismo.

Fueron también publícanos, para ser bautizados y le dijeron:

– Maestro, ¿qué debemos hacer? Y les respondió:

– No exijas nada más de lo que está establecido.

Lo interrogaron también los soldados, diciendo:

– ¿Y nosotros qué haremos? Y les dijo:

– No hagáis violencia a nadie, ni denunciéis falsamente, y contentaos con vuestro sueldo.

Estando el pueblo a la expectativa, y pensando todos en sus corazones que tal vez fuese el Cristo, Juan respondió diciendo a todos:

Yo, en verdad, bautizo con agua, pero vendrá uno más grande que yo, a quien yo no soy digno de desatar la correa de sus zapatos; él os bautizará en el Espíritu Santo y con fuego; tomará en su mano la pala y limpiará la trilla del suelo, y recogerá el trigo en su granero, pero la paja la quemará en un fuego inextinguible.

Y predicaba muchas otras cosas al pueblo, enseñándoles.

Y él, vestía con pieles de camello, y con un cinturón de cuero a la cintura; y su comida eran langostas y miel silvestre.

Y salió a Jerusalén, a la Judea y toda la región del Jordán, confesando sus pecados. Todos corrían a escucharlo, pero no todos buscaban el bautismo: Todo el pueblo que lo escuchó, incluso los publícanos, dieron gloria a Dios, haciéndose bautizar con el bautismo de Juan. Los fariseos, sin embargo, y los doctores de la ley frustraron el designio de Dios respecto de ellos, no se hicieron bautizar por él.

¿Y qué exigía San Juan Bautista a sus discípulos? Un arrepentimiento moral, una conversión interior, una pureza toda espiritual, de la cual el bautismo sería un signo.

Leer más

Santa María, Madre de Dios

La maternalidad de María resplandece con tan alto brillo virginal, que todas las vírgenes, delante de Ella, es como si no lo fuesen. Solamente Ella es la Inmaculada, la Virgen entre las vírgenes, la única que perfuma y torna perfecta la castidad de todas.

El primer día del año, el calendario de los santos inicia con la fiesta de María Santísima, en el misterio de su maternidad divina. Decisión correcta, porque en realidad Ella es “la Virgen Madre, Hija de su Hijo, humilde y más sublime que cualquier criatura, objeto fijado para un eterno designio de amor”. Ella tiene el derecho de llamarlo “Hijo”, y Él, Dios omnipotente, de llamarla verdaderamente, Madre.

Se remontan hasta la eternidad los incomparables privilegios concedidos por el Creador a la Virgen Santísima, con su predestinación para la augusta misión de ser la Madre de Dios. Los Padres de la Iglesia, fieles intérpretes de la Sagrada Escritura, reconocieron la predestinación de María para la maternidad divina.

San Agustín dice que antes de que Nuestro Señor Jesucristo naciera de María, Él la conoció y la predestinó para ser su Madre.

Y San Juan Damasceno, dirigiéndose a la Virgen María: “Porque el decreto de la predestinación nace del amor como de su primera raíz, Dios, Soberano maestro de todas las cosas, que os sabía previamente digna de su amor, os amó; y porque os amó, os predestinó”.

Y San Juan Damasceno, dirigiéndose a la Virgen María: “Porque el decreto de la predestinación nace del amor como de su primera raíz, Dios, Soberano maestro de todas las cosas, que os sabía previamente digna de su amor, os amó; y porque os amó, os predestinó”.

“¡Oh Virgen! – exclama San Bernardino de Siena- Vos fuisteis predestinada en el pensamiento divino antes de toda criatura, para dar vida al mismo Dios que se quiso revestir de nuestra humanidad”.

San Andrés de Creta en su discurso sobre la Asunción de la Virgen María explica el mismo pensamiento: “Esta Virgen es la manifestación de los misterios de la incomprensión divina, el fin que Dios se propuso antes de todos los siglos”.

Y San Bernardo: “Fue enviado el Ángel Gabriel a una Virgen (Lc. I, 26-27), Virgen en el cuerpo, Virgen en el alma; (…) no encontrada al azar o sin especial providencia, sino escogida desde todos los siglos, conocida en la presencia del Altísimo que la predestinó para ser un día su Madre; guardada por los Ángeles, designada anticipadamente por los antiguos Padres, prometida por los Profetas”.

Entre las infinitas criaturas posibles, Dios escogió y predestinó a la Virgen. No fueron otras las palabras de Pío IX en la célebre Bula que definió el dogma de la Inmaculada Concepción: “Desde el principio y antes de todos los siglos, escogió y predestinó [Dios] para su Hijo una Madre en la que se Encarnaría y de la cual, después, en la feliz plenitud de los tiempos, nacería; y con preferencia a cualquier otra criatura, hízola limpísima por el mucho amor, hasta el punto de complacerse en Ella con singularísima bondad”.

Leer más…

(Pequeño Oficio de la Inmaculada Concepción comentado, Monseñor João Clá Dias, EP, Artpress, São Paulo,1997)