Milagro Eucarístico de Alboraya

Aquel día de julio de 1348 llovía a cántaros en Alboraya, poblado de la región de Valencia (España). Numerosos relámpagos, seguidos de truenos aterradores, acentuaban el peligro del fuerte aguacero. Sentado junto a la ventana, el párroco preparaba el sermón de la misa dominical, confiado en que la inclemencia del tiempo lo libraría de interrupciones.

Por esto mismo, no fue pequeña su sorpresa al ver que el molinero de Almácera, la aldea vecina, se acercaba a toda carrera:

–¿Qué pasa, hijo mío?

–¡Padre, lo necesitamos con urgencia! ¡Un pobre enfermo de Almácera está muy mal y ruega que le den el Santo Viático!

El párroco titubeó un momento. Salir con el Santísimo Sacramento bajo aquella tempestad desatada parecía un acto de gran imprudencia; pero su corazón sacerdotal amante de la Eucaristía no podía dejar morir a un parroquiano sin ese consuelo en la hora decisiva, y respondió con aplomo:

–¡Vamos, hijo mío!

Se revistió con sobrepelliz y estola, montó en la mula traída por el molinero y lo siguió a casa del agonizante.

Para llegar hasta Almácera era necesario vadear un pequeño río llama llamado Carraixet. Si la travesía era incómoda en condiciones normales, en época de lluvias llegaba a ser francamente peligrosa.

No obstante, lograron pasar sin gran esfuerzo y llegaron a tiempo para oír en confesión al feligrés moribundo y darle el Santísimo Sacramento.

Pero a la vuelta esperaba el Carraixet desbordado. La impetuosa corriente derribó al sacerdote de la mula, el copón se escapó de sus manos y fue tragado por las aguas, ¡todavía con tres Hostias consagradas!

Al párroco de Alboraya no le faltaba energía ni valor. Se lanzó al torrente para recuperar el copón, pero fue en vano. La noticia del accidente se divulgó con rapidez y muchos campesinos de los alrededores llegaron para ayudar al rescate. Tras una noche entera de búsqueda, el copón fue encontrado al alba vacío y destapado.

Llenos de fe y de amor al Señor Sacramentado, aquellos campesinos no desmayaron; unos nadando y otros a lo largo de las orillas, prosiguieron la búsqueda hasta llegar a la desembocadura del río en el mar.

Ahí fueron testigos de un espléndido milagro: tres grandes peces bañados por una luz resplandeciente permanecían inmóviles en el tumulto de las aguas, levantando sus cabezas y sujetando cada uno en su boca una de las preciosísimas Hostias.

Los vecinos de Alboraya cayeron de rodillas y se quedaron en adoración al Santísimo Sacramento, mientras alguien corrió a comunicar la buena noticia al párroco. Éste no tardó en llegar vestido con sobrepelliz, estola y capa pluvial, seguido por una multitud de hombres, mujeres y niños. Entonces, los peces se acercaron a la orilla para depositar las tres Formas en las manos del sacerdote.

El párroco colocó las Hostias en un rico cáliz y se reunió con los fie­les, que cantaban himnos al Señor Sacramentado, y junto a ellos partió en procesión hacia la iglesia de Alboraya, donde celebró una solemne mi­sa en acción de gracias.

Seguidamente redactó un infor­me al obispo de Valencia, Mons. Hugo de Fenollet, sobre el prodi­gioso acontecimiento. El obispo mandó investigar la veracidad de los hechos mediante las declaracio­nes de los testigos ante el notario eclesiástico.

En memoria del milagro se edifi­caron dos capillas, una cerca del lu­gar en donde cayó el párroco y otra junto al mar. El copón recuperado del río fue obsequiado al obispo de Almácera.

En otro hermoso copón quedó grabada la escena de los tres peces tomando las santas Hostias, con la si­guiente inscripción:

Quis divina neget Panis Mysteria quando muto etiam piscis praedicat ore fidem? – “¿Quién negará de este Pan el Misterio, cuando un mudo pez nos predica la fe?”

He aquí, yo estoy a la puerta y llamo

“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”. (Apocalipsis 3, 20)

 De las frases más conmovedoras y que  llenan espiritualmente, se encuentra en el capítulo 3 versículo 20 del libro del Apocalipsis.

Nuestro Señor Jesucristo, se presenta diciendo “he aquí, yo estoy a la puerta y llamo”. Nuestro Señor es el que toma la iniciativa, para hablarnos de un “llamado”. Dios tiene un llamado diferente para cada uno. Para algunos será la vida de religioso, otros la vida matrimonial. A unos les estará llamando para abandonar una mala vida, un pecado, un vicio. A otros les llama, para decirles que tengan confianza en Él. A otros les llamará para que vuelvan a la vida sacramental, a la confesión. A todos nos llama para que nos dejemos amar por Él.

“Si alguno oye mi voz”. Es ahí el problema. Pues Dios llama a cada uno en particular. El problema que podemos encontrar, es que por el exceso de ruido que hay en nuestras almas no oigamos, o simplemente oímos y por comodidad preferimos no abrir, con el pretexto de decir mañana te abriré; alegamos mil pretextos para que la entrada de Nuestro Señor Jesucristo sea más tardía. Además podemos encontrar otro problema, y está en que no conocemos de Quién proviene la voz; a veces nos encontramos perdidos, en busca de algo que nos llene, que nos conforte, buscamos en el mundo, en el placer, en el dinero, en la comodidad y nunca encontramos. Si supiéramos que la respuesta que buscamos está tocando a la puerta de nuestro corazón; y Ésa persona es Nuestro Señor Jesucristo.

 “Y abre la puerta”. No basta con sólo oír. Se cumplen las palabras de Nuestro Señor, – no sólo el que dice Señor, Señor se salvará -, por tanto el abrir la puerta significa expulsar primero lo que en nuestras vidas nos ata al pecado, nos tenga amarrados a una vida de mediocridad y tibieza. Y después de expulsar eso de nuestras almas, es dar el espacio de entrada a nuestro Redentor y Salvador.  No podemos servir a dos señores. Llevar una doble vida, en la que decimos creo en Dios y no hago mal a nadie, y llevamos una vida de pecado, caemos en hipocresía, pues no estamos siendo consecuentes con nuestra fe; pues no puedo amar a Dios si no cumplo los 10 mandamientos, y no puedo amar al prójimo sino no busco primero la salvación de mi propia alma.

Algunas estampas devotas, muestran a Nuestro Señor Jesucristo tocando una puerta; y es curioso ver un detalle que tiene un significado grande; en la puerta no hay cerrojo por fuera, sólo por dentro; con ellos comprendemos la libertad que Dios nos concede, nosotros somos los únicos que tenemos la llave para dejar entrar o dejar fuera a Nuestro Señor; es la educación de Dios. 

Pobre de nosotros si cerramos nuestra puerta a Dios, pues con ese acto nosotros mismos nos estamos también cerrando las puertas del cielo. Y el día de nuestro juicio, Dios nos juzgará no por si sólo oímos su voz, pues evidente que en algún momento de nuestra vida la oímos; nos juzgará por si respondimos a ese llamado que nos hizo y le abrimos la puerta.

“Entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”. Esta es la dulce recompensa de dejar entrar a este Divino transeúnte, que busca no solo entrar en nuestras vidas sino compartir. El momento más tierno e importante para una familia, es el reunirse en torno a la mesa a compartir los alimentos, por eso Nuestro Señor habla de cenar, en esta Divina comunión: Él conmigo y yo con Él.

Una reflexión sobre la Santa Misa

El “corre, corre”, del día a día, nos hace olvidar -más bien dicho nos hace ignorar- cuánto es el valor de la misa. Tanto así, que cuando es domingo o una fiesta de precepto, el demonio o nosotros mismos, por nuestro propio egoísmo y comodidad de vida decimos, – hoy no voy a ir a misa -.O bien vamos y no prestamos ningún interés o atención.

Si conociésemos realmente lo que es la misa, qué valor tiene, seguro que nunca más repetiríamos esa frase.

Por eso compartimos estas consideraciones, de San Leonardo de Porto Maurizio, que nos ayudarán a conocer, amar la Santa Misa y sobre todo hacer un examen de conciencia.

“¡Oh, mundo ignorante, que nada comprendes de misterios tan sublimes! ¿Cómo es posible estar al pie de los altares con el espíritu distraído y el corazón disipado, cuando los Ángeles están allí temblando de respeto y poseídos de un santo temor a vista de los efectos de una obra tan asombrosa?”.

“Pueblos insensatos, pueblos extraviados, ¿qué hacéis? ¿Cómo no corréis a los templos del Señor para asistir santamente al mayor número de Misas que os sea posible? ¿Cómo no imitáis a los Santos Ángeles, quienes, según el pensamiento del San Juan Crisóstomo, al celebrarse la Santa Misa bajan a legiones de sus celestes moradas, rodean el altar cubriéndose el rostro con sus alas por respeto, y esperan el feliz momento del Sacrificio para interceder más eficazmente por nosotros?” Porque ellos saben muy bien que aquel es el tiempo más oportuno, la coyuntura más favorable para alcanzar todas las gracias del cielo. ¿Y tú? ¡Ah! Avergüénzate de haber hecho hasta hoy tan poco aprecio de la Santa Misa. Pero, ¿qué digo? Llénate de confusión por haber profanado tantas veces un acto tan sagrado”.