La Confesión, Medicina para el alma

En cierta ocasión, hace algunos siglos atrás, un personaje renombrado, contrario a las prácticas de piedad propias de la Iglesia, conversando con el anciano párroco de su ciudad, se burlaba de la confesión diciendo: Padre, yo no me confieso por la simple razón que no cometo pecados. El sacerdote, acostumbrado a este argumento en los largos años que llevaba ejerciendo su ministerio le respondió: siento pena por usted señor, pues, es verdad que existen personas que no pecan, pero yo conozco sólo dos tipos: aquellos que todavía no llegaron al uso de la razón, y aquellos que la perdieron.

Frente a esta respuesta ingeniosa del anciano párroco, creemos no tener necesidad de tratar en este artículo de si es propio del ser humano pecar, pues es evidente que cada uno de nosotros ha experimentado en algún momento el remordimiento o peso de conciencia por no haber hecho lo que debía en alguna circunstancia de la vida. Equivocarse es algo propio a nuestra naturaleza caída. Al abrir los ojos a la luz de la razón, el hombre se enfrenta a la toma de decisiones, que al no ser siempre bien resueltas, hacen experimentar el peso del error, del pecado.

Ahora, cuando nuestro alto personaje decía al sacerdote que él no cometía pecados, pensamos que de alguna manera su objeción más profunda no era tanto acerca del pecado en sí, sino más bien a la necesidad de ser confesados a alguien para ser perdonados.

¿por qué debo contarle a un hombre tan pecador como yo las cosas de mi intimidad? ¿Acaso no puedo reconciliarme con Dios directamente, en lo íntimo de mi corazón?

La confesión oral como condición relativa

Podría cuestionarse como las personas, que por diversas razones no pueden expresarse oralmente ante un confesor pueden beneficiarse del sacramento. Debemos decir que esto ya ha sido respondido por diversos teólogos, quienes apoyándose en el magisterio, concluyen ser esta una concesión de la Iglesia “que no debe entenderse de modo absoluto y material, sino relativo y formal (modo humano), según las condiciones físicas y morales del sujeto [Cfr. Dionisio Borobio. El sacramento de la Reconciliación Penitencial. Ed. Sígueme, Salamanca, 2006. , 307]. Entretanto, no se trata de que cada individuo determine si está en condiciones o no de confesarse oralmente, sino que existen una serie de concesiones a quienes particularmente están impedidos (como es el caso de los sordomudos por citar uno de tantos otros ejemplos).

En condiciones normales, la Iglesia es bien clara cuando afirma: “la confesión individual e integra y la absolución constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia” (Juan Pablo II. Carta apostólica Misericordia Dei, 1.a.).

Esta obligación no la pone la Iglesia porque quiere entrometerse y dirigir la vida de sus seguidores, sino que como madre quiere responder a una necesidad vital del hombre. ¿Cuál es esa necesidad? Es la que veremos a continuación.

La confesión oral y su implicancia antropológica

El hombre, constituido de cuerpo y alma, necesita por su naturaleza liberarse de alguna manera material de aquello que lo atormenta en su interioridad. Esto es algo que se  puede ver como una expresión en las más variadas costumbres culturales, donde los ‘ritos de expiación’ en los pueblos antiguos cuando se había generado un estado de enemistad entre la comunidad y la divinidad. Si se cometía una falta, el dios del clan era aplacado por la confesión del propio pecado, seguida de una ofrenda a los difuntos, que expiaba la ofensa. De ahí que, desde la perspectiva de la antropología cultural, la confesión era, ante todo, una actitud humana liberadora. Confesar el pecado quería decir separarse, sacar fuera de uno mismo aquello que causaba el mal que se padecía (Cfr. Félix M. Arocena, Scripta Theologica sep-dic2009, Vol. 41 Issue 3, p745-783).

En la Iglesia, esta actitud liberadora se completa agregando el bálsamo regenerador de los efectos de la preciosa sangre derramada por Jesús en el Calvario, que con la absolución proferida por los labios del sacerdote borra la culpa de la ofensa. Pero para esto, repetimos, en los casos normales es necesaria esa declaración oral e individual.

Tribunal de misericordia: carácter medicinal de la confesión

“La confesión es un acto por el que se descubre la enfermedad oculta con la esperanza del perdón” (Tomás de Aquino,SummaTheológicaSuppl., q. VII, a. 1 co). Santo Tomás nos muestra aquí un aspecto de la confesión oral que junto con el aspecto judicial, pastoral y paternal del sacramento de la penitencia completa esta necesidad de confesarse: el carácter medicinal del sacramento. El pecador cuando peca se asemeja al enfermo con su enfermedad. Para el sacerdote, ministro del perdón, al igual que el médico, le es imposible recetar la medicina adecuada si el paciente no revela los síntomas de su enfermedad. San Jerónimo decía que si el enfermo se avergüenza de descubrir la llaga al médico, difícilmente este lo podrá curar, pues ‘la medicina no cura lo que ignora’.

Así también se refiere el magisterio de la Iglesia a este aspecto del sacramento: “Tribunal de misericordia o lugar de curación espiritual; bajo ambos aspectos el Sacramento exige un conocimiento de lo íntimo del pecador para poder juzgarlo y absolver, para asistirlo y curarlo. Y precisamente por esto el Sacramento implica, por parte del penitente, la acusación sincera y completa de los pecados, que tiene por tanto una razón de ser inspirada no sólo por objetivos ascéticos (como el ejercicio de la humildad y de la mortificación), sino inherente a la naturaleza misma del Sacramento”[Juan Pablo II. Exhortación apostólica Reconciliatio et Poenitentiae. 31, II].

 

 

La confesión regular, para el progreso espiritual

Ya que estamos analizando la confesión oral en su carácter medicinal, no podemos dejar de mencionar algo sobre el beneficio que esta nos trae cuando es regular.

De la misma manera que catalogaríamos de negligente aquel que sólo acude al médico cuando está en un estado avanzado de enfermedad, al borde de la muerte, así también podríamos pensar de aquellos que pretenden acercarse a la confesionario sólo cuando estén en una situación de pecado mortal, ya habiendo perdido la amistad con Dios.

“La cualidad terapéutica de la Penitencia recomienda también el recurso al sacramento para los pecados veniales, justificado por la experiencia multisecular de la Iglesia como cauce idóneo para intensificar la conversión permanente del cristiano (CCE 1458). El bautizado que confiesa sus faltas y pecados veniales de forma asidua recibe de modo personal y, desde el discernimiento del ministro, el aliento oportuno que purifica y enciende una vida cristiana que no ha conocido quiebra” [Félix M. Arocena, ScriptaTheologica sep-dic2009, Vol. 41 Issue 3, p745-783.14]. : “Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (Cf. Cc. de Trento: DS 1680; ?CIC 988,2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1458. Ed. San Pablo, Bogotá (2000), 500)

Fuente: Gaudium Press

Efectos de los Sacramentales

Jesucristo instituyó la Iglesia para conferirnos la gracia necesaria para nuestra salvación y santificación. Los principales canales de gracia son la Santa Misa, los sacramentos, la oración.

Los sacramentales son “signos sagrados con los que, imitando de alguna manera a los sacramentos, se expresan efectos, sobre todo espirituales, obtenidos por la intercesión de la glesia. Por ellos, los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida” -Catecismo #1667; Cf. Ley Canónica (Canon 1166).

Los sacramentales santifican una gran variedad de momentos en la vida de las familias, personas y comunidades. Se pueden celebrar cada vez que hay necesidad de la oración de la Iglesia y la bendición de DiosPara saber más.

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 Los efectos que producen los sacramentales [p.ej. Bendiciones, uso de agua bendita] son “principalmente espirituales” (Código de Derecho Canónico, 1166). Los que normalmente invoca la Iglesia son en forma de gracias actuales para auxilio en el ejercicio de la virtud, muy especialmente en orden a las virtudes teologales infusas – fe, esperanza y caridad -, a perdonar los pecados veniales, a la mejor preparación para la recepción de los sacramentos y a la protección contra los demonios sea por medio de exorcismos o de bendiciones.

Incluso las indulgencias, por ejemplo, son sacramentales por los cuales es obtenida – por obra de la Iglesia administradora como ministra de la Redención del tesoro de los méritos de Cristo y los santos – la remisión de la pena temporal debida a Dios por los pecados y que debería ser satisfecha en el Purgatorio. Del mismo modo, en el caso de las bendiciones constitutivas las cuales consagran de manera permanente para el servicio de Dios una cosa o una persona, su eficacia, es también de carácter infalible.

Pero quien dice efectos “principalmente espirituales” está admitiendo implícitamente la posibilidad de obtener gracias materiales desde que éstas cooperen para la obtención de un bien espiritual mayor en el orden amoroso y sumamente sapiencial de la Providencia. Tales pedidos podrán ser, por ejemplo, el alivio de nuestros sufrimientos, el alejamiento de los castigos divinos, la cura de enfermedades, una abundante colecta o un viaje exitoso, etc., siempre desde que sean conforme la voluntad de nuestro Padre Celestial e, insistimos, para la mayor santificación del alma y con vistas a la vida eterna.

Los sacramentales ofrecen, pues, a los fieles bien dispuestos la posibilidad de santificar casi todos los eventos de su vida por medio de la gracia divina que, como vimos, fluye de los méritos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y, en este caso, es administrada por la Santa Iglesia. En este sentido preparan para recibir con fruto los sacramentos.

Pero es preciso considerar que, si bien que sus efectos no dependen principalmente de la disposición moral del ministro o el sujeto, puede esta concurrir a una eficacia mayor, pues Dios otorga sus dones en cantidad y calidad mayor en virtud del mérito y disposiciones que concurren en quien los administra, confiere o recibe. Incluso sucede con la oración. Serán más eficaces en la medida en que nos identifiquemos, por nuestra religiosidad profunda, con la Iglesia que opera a través de ellos y con su intención. Se puede decir en este sentido – y es tal la tesis defendida por muchos teólogos – que los sacramentales operan casi ex opere operato (REGATILLO apud MARTÍN, 2002: 1647), o sea que ellos no tienen el poder natural, como los sacramentos, de obrar la gracia, pero sí de obtenerla de la misericordia y bondad de Dios. Son ayudas poderosas con las cuales se recibe, por eso mismo, protección contra las tentaciones, gracias y ayudas según el caso, así como capacidad operativa y gracias actuales para corresponder a la voluntad de Dios según la vocación y carisma propios.

Entretanto, se debe siempre llevar en consideración que la oración de la Iglesia, Esposa Mística de Nuestro Señor Jesucristo, no puede dejar de ser plenamente aceptada por la Divinidad y, por tanto, si bien que lo sacramental no es totalmente infalible como el sacramento (desde que debidamente recibido) sino que sigue, como vimos, las reglas habituales de la oración, y aunque opera más por vía de misericordia que de justicia, no deja de ser evidente que su eficacia supera de lejos la de una obra buena hecha sin ser sacramental, tanto cuanto puede tener de aceptado y sumamente agradable a la Divina Majestad la oración de la Esposa amantísima, indefectiblemente santa, castísima y fidelísima de Jesucristo. Esto más se aplicará, si cabe, cuanto la principal finalidad es contribuir para la santificación de los fieles.

Por P. Ignacio Montojo, EP.